Es cierto que la manifestación de ideas es un derecho constitucional, como también que debe ejercerse sin provocar delitos ni perturbar el orden público. Por eso me dio gusto ver las escenas del pasado domingo en las que miles de ciudadanos rescataban los espacios públicos desde los que se venía insultando y amenazando a los ministros de la SCJN, especialmente a la presidenta Norma Lucía Piña Hernández. Pero pasada la alegría de observar cómo se retiraban con la cabeza gacha quienes habían montado una carpa y una mesa acordonando la entrada de la Suprema Corte con el pretexto de recabar firmas para “refundar el sistema de justicia”, pero con la real finalidad de obstruir el libre tránsito de personas y desde allí denostar y provocar impunemente, empecé a preguntarme si de veras tenía algo de bueno que los ciudadanos comenzaran a enfrentarse con otros ciudadanos para rescatar las calles y proteger los edificios públicos, haciendo el trabajo no hacían las autoridades encargadas del orden. ¿Qué pasaría si se hiciera costumbre que grupos ciudadanos, que también tienen el derecho a la libre manifestación de ideas, ejercieran la fuerza que no ejercen las autoridades, para poner remedio a los ataques contra las instituciones? La barbarie, sin duda, máxime en una sociedad dividida casi por igual, como la nuestra, que ha perdido —si alguna vez la tuvo— la capacidad de dialogar con tolerancia. En realidad, concluí, no eran buenas noticias, ni buenos augurios, lo que hacía reventar las redes ese domingo. Bien visto, se trataba de la crónica visual del triste momento en el que una ciudadanía enfurecida se volcó contra otra ciudadanía; del relato de una policía obligada a desalojar a los plantados para evitar desgracias mayores; del falso corolario, en fin, del siempre esperado triunfo “del bien” sobre “el mal”.
Al día siguiente, si alguna duda había sobre la permisión gubernamental —si no es que fomento— del movimiento contra la SCJN y sus ministros, se acusó a los marchistas de prepotentes y provocadores y se desautorizó el rescate del espacio público. Prestos, entonces, los expulsados volvieron a montar el plantón, a ciencia y paciencia de las autoridades que deberían evitarlo, con lo cual los provocados del domingo se transformaron en provocadores reincidentes desde el lunes y hasta nuevo aviso. Así las cosas.
¿Qué sigue? ¿Otra vez ciudadanos contra ciudadanos? Espero que no. De nada serviría decirnos un Estado de derecho con instituciones democráticas creadas para tolerar y resolver las controversias entre quienes piensan distinto, si al final la ciudadanía decide enfrentar la violencia de otra ciudadanía con más violencia, ante la mirada extraviada del gobierno. Ojalá se entienda que ello sería traspasar una línea de no retorno, y que es responsabilidad principalísima del aparato estatal evitarlo pues, así como es tolerable y hasta esperable que las personas reclamen al poder, de ninguna manera resulta aceptable que los reclamos entre unas y otras acaben en violencia, y para allá podríamos ir si no paramos a tiempo. Es tiempo de reaccionar, para que enfrentamientos como los del pasado domingo no sucedan nunca más.