En México, la violencia política ha dejado de ser una anomalía para convertirse en una rutina con patrones previsibles. De acuerdo con el reporte “Violencia Política en México. Enero-Marzo 2025”, de Integralia Consultores, en apenas los primeros tres meses de 2025 se registraron 104 incidentes de violencia política, incluidos 50 homicidios, 24 amenazas, 15 atentados con armas de fuego, 11 secuestros y 2 desapariciones. Que esto represente una disminución del 59.2% respecto al año anterior no es consuelo alguno. La violencia persiste, se normaliza y sigue cobrando vidas.
El crimen organizado no sólo disputa territorios: quiere también las instituciones. El 81.7% de las víctimas se desempeñaban o aspiraban a cargos municipales, donde el Estado es más débil y los márgenes de impunidad más amplios. Allí, las bandas criminales encuentran terreno fértil para imponer gobiernos de facto, manipular presupuestos públicos, capturar cuerpos policiales, blindar sus actividades ilícitas y erosionar el tejido social a fuerza de dádivas y favores. Su estrategia es simple y perversa: llenar los vacíos que deja el Estado, ofreciendo lo que los gobiernos no dan, pero a cambio de lealtad, silencio y control absoluto sobre la comunidad.
Los datos son claros. Morelos encabeza el listado de entidades más violentas, seguido por Veracruz, Oaxaca, Puebla y Guerrero. Cuernavaca y Huitzilac concentraron cinco incidentes cada uno. Los municipios se han convertido en campos de batalla, y la autoridad —cuando no está coludida— simplemente no puede o no quiere responder.
Pero más alarmante aún es el mensaje que esta violencia transmite: quien se atreva a competir políticamente en estos territorios debe saber que arriesga no sólo su candidatura, sino su vida. La democracia no puede sobrevivir donde la amenaza sustituye al debate, y el miedo reemplaza a las urnas. Si las organizaciones criminales deciden quién puede postularse, quién puede gobernar o quién debe morir, lo que está en juego no es una elección, es el régimen constitucional mismo.
Frente a este fenómeno, resulta inadmisible la pasividad institucional. La inacción —o la complicidad— de los gobiernos convierte a la violencia política en una herramienta efectiva para la delincuencia organizada. Y la falta de voluntad para diseñar una política integral de protección a aspirantes y funcionarios locales constituye una claudicación del Estado ante quienes lo retan frontalmente.
¿Qué hacer? Primero, debe implementarse un sistema nacional de protección para actores políticos en riesgo, con estándares mínimos, medidas diferenciadas y esquemas de reacción inmediata. No se trata de improvisar escoltas, sino de articular inteligencia, prevención y protocolos eficaces.
Segundo, es indispensable que el INE y los organismos electorales locales eleven el estándar de revisión de candidaturas para impedir el acceso al poder de perfiles vinculados con estructuras delictivas. El control de idoneidad y de antecedentes debe dejar de ser un trámite decorativo.
La violencia política no puede seguir siendo el precio que pagar por participar en democracia. Su persistencia deslegitima las instituciones, degrada el ejercicio del poder y abre la puerta a la captura criminal del Estado. Guardar silencio es ceder el país a quienes nos lo quieren arrebatar a balazos.
Abogado penalista
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