La nueva Ley de Amparo en México, vigente desde octubre de 2025, redefine profundamente el equilibrio entre ciudadanía y poder. Aunque agiliza procesos y combate tácticas dilatorias, de manera simultánea restringe suspensiones y favorece al Estado. Asimismo, abre la puerta a la retroactividad y vulnera derechos adquiridos.

En una balanza, pueden dimensionarse tres perspectivas de esta controvertida ley.

Lo bueno: eficiencia y control fiscal.

La digitalización del procedimiento permite presentar promociones electrónicas, agilizar trámites y reducir tiempos.

Al mismo tiempo, marca plazos claros. Establece un límite de 60 días naturales para dictar sentencia en juicios de amparo.

Asimismo, permite el control sobre evasores fiscales y empresas como Grupo Salinas, Codere y Samsung ya no podrán suspender indefinidamente el cobro de deudas fiscales sin garantizar el monto ante el SAT.

Esta reforma permite el congelamiento de cuentas en casos de lavado. Esto es, si se otorga un amparo, las cuentas no podrán vaciarse hasta que se resuelva el fondo del caso.

Lo malo es el debilitamiento del régimen de suspensiones.

Así aparece la restricción de suspensiones provisionales. Entonces los jueces tienen menos margen para detener actos de gobierno que puedan ser inconstitucionales.

Aparece también mayor discrecionalidad judicial, dado que la suspensión ya no es automática, depende de garantías difíciles de cumplir para ciudadanos y empresas.

Debe enunciarse, asimismo, la aplicación a juicios en curso: aunque se niega la retroactividad, se permite aplicar la reforma a etapas procesales futuras, lo que puede afectar derechos adquiridos.

No olvidemos lo feo o la concentración de poder y la vulnerabilidad ciudadana

La nueva ley aparece como un instrumento de control político. Los expertos advierten que la reforma convierte al juicio de amparo en un mecanismo que fortalece al poder en turno.

Así emerge un estado de indefensión donde el juicio de amparo, antes último recurso contra abusos, pierde fuerza como herramienta de defensa colectiva.

Asimismo, posee una retroactividad encubierta. Pese a promesas de eliminarla, se aprobó un artículo transitorio que permite aplicar la reforma a procesos ya iniciados.

El amparo, históricamente escudo del individuo frente al Estado, se ve ahora como un instrumento más regulado, menos espontáneo, más condicionado. Esto obliga a los juristas a repensar su papel: ¿defensores del derecho o intérpretes del poder?

Hoy la reforma exige mayor precisión procesal, pero también plantea dilemas éticos. ¿Cómo actuar cuando la ley limita la defensa de derechos fundamentales? El jurista se convierte en dramaturgo de la justicia: debe crear estrategias que conjuren lo que la norma no dice.

Asimismo, se abre un campo para la creatividad jurídica. Los abogados deberán ritualizar sus argumentos, dramatizar el daño, invocar precedentes como si fueran mitos fundacionales. El litigio se vuelve acto performativo.

Rector del Colegio Jurista

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