Con el lamentable espectáculo retro de la visita del cubano Díaz-Canel como telón de fondo, no puedo resistirme a escribir sobre derechos humanos en tiempos de la 4T. Comienzo por el principio. Con grandes expectativas, apenas unos días después de la toma de posesión del presidente López Obrador, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) propuso a México la creación de un mecanismo de seguimiento a los derechos humanos en el país. Como me consta de primera mano, el nuevo gobierno rechazó el ofrecimiento y se abocó a la negociación de un mecanismo exclusivo para el caso Ayotzinapa que, como sabemos, acabó en una simulación. Esta fue la primera señal del rechazo de la 4T al escrutinio internacional y de cómo abordaría en los años subsecuentes las cuestiones relacionadas con los derechos humanos: de manera selectiva, sesgada y politizada.
Poco después vendría el desastre de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), al tiempo que la relación del gobierno con los organismos y mecanismos multilaterales y con la sociedad civil, nacional e internacional, comenzaría a deteriorarse rápidamente. A los recortes presupuestales se agregaron rápidamente obstáculos a la operación de cualquier programa de cooperación internacional que pudiera generar escrutinio sobre un gobierno con una piel muy delgada, que se esconde detrás del muy cubano argumento de defensa de la soberanía. Pero lo que inició como trabas burocráticas pronto se transformó en golpeteo político. En la medida en que se acumularon las crisis, las voces críticas de medios e instancias internacionales fueron subiendo de tono y, con ello, las reacciones de un gobierno incapaz de reconocer errores, que escalaron hasta llegar al propio presidente y sus mañaneras. Ahí, donde no se tolera el disenso, donde la crítica es oposición, comenzamos a escuchar en boca de López Obrador, entre otras perlas, frecuentes insultos a colectivos feministas y otros defensores de derechos humanos, una desaforada respuesta al Parlamento Europeo, el desprecio por la OEA y numerosas descalificaciones de la ONU. Y a fuerza de repetirse, lo que antes hubiera sido inaceptable se volvió la nueva normalidad. Un tributo más a Díaz-Canel.
Pese a todo, siempre hay margen para caer más bajo. Hace unos días, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) terminó el trabajo que la Suprema Corte de Justicia dejó pendiente en materia de prisión preventiva. Como se anticipaba, en su fallo sobre el caso Tzompaxtle Tecpile, además de declarar responsabilidad del Estado mexicano y la violación de varios derechos de las víctimas, la Corte IDH ordenó a México eliminar la figura de arraigo y adecuar su ordenamiento jurídico interno sobre prisión preventiva. El secretario de Gobernación reaccionó al fallo con cajas destempladas, acusando a la instancia jurisdiccional de “falta de respeto” y afirmando que nadie puede obligar al Estado mexicano a modificar la Carta Magna. ¿Será que el secretario, abogado de profesión, ignora que México es parte de la Convención Americana sobre Derechos Humanos que el Estado mexicano viola? Acaso, ¿habrá olvidado que en 1999 México aceptó la jurisdicción obligatoria de la Corte IDH? ¿Se habrá enterado de que la reforma constitucional de 2011 incorporó todos los derechos humanos contenidos en los tratados internacionales de los que México es parte como derechos constitucionales? Y, como representante de un “gobierno humanista”, ¿estará familiarizado con el principio pro persona? Muy a pesar de la 4T, la controversia sobre la prisión preventiva regresa al Poder Legislativo y, sobre todo, al Judicial.
La política de derechos humanos de este gobierno ha seguido el mismo patrón que se observa en otras áreas de gobierno: una gran simulación, con muchos anuncios, pocas acciones y frecuentes retrocesos. Un gobierno siempre dispuesto a reabrir casos sin resolverlos, a remover las aguas para distraer, a pedir disculpas y reconocer la responsabilidad del Estado…pero solo sI se trata de crímenes o violaciones del pasado. Y, en el proceso, a ocultar los abusos del presente. Resulta irónico, incluso trágico, que un gobierno que se dice de izquierda haga todo lo posible por desmantelar los pilares sobre los que descansa la arquitectura de protección de los derechos humanos en México: la CNDH establecida con Salinas, la jurisdicción obligatoria de la Corte IDH aceptada por Zedillo, la apertura al escrutinio internacional promovida por Fox y la jerarquía constitucional de los tratados internacionales de derechos humanos adoptada bajo Calderón. No es difícil concluir que, por lo menos en materia de derechos humanos, la “larga noche neoliberal” parece haber resultado mucho más luminosa que estos cuatro años.
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