«Los niños son la esperanza de que la humanidad se regenere.»

José Martí

A casi ocho décadas de su nacimiento, UNICEF sigue cargando con la misma pregunta que lo vio surgir entre los escombros de 1946: ¿cómo proteger a los niños cuando el mundo se desmorona? Nació como un fondo de emergencia —el Fondo Internacional de Emergencia para la Infancia— para alimentar, vacunar y resguardar a millones de niños europeos, de Oriente Medio y China que habían sobrevivido a la Segunda Guerra Mundial, pero a un costo insoportable. Su mandato era simple y urgente: salvar vidas sin preguntar nombres, nacionalidades ni banderas. En 1953, cuando se convirtió en organismo permanente de la ONU, dejó de ser solo una respuesta inmediata y pasó a ser una promesa duradera: la defensa de cada niño, en todo tiempo y lugar. Ese giro marcó su razón de ser. Salud, nutrición, educación, agua potable, saneamiento, protección contra la violencia, la explotación y el VIH/SIDA: no como aspiraciones, sino como derechos. Su labor se extendió en más de 190 países y territorios, siempre con la misma brújula moral: llegar primero a quienes tienen menos. En emergencias y desastres, en conflictos prolongados, en comunidades olvidadas, UNICEF se volvió símbolo de seguridad, puente hacia la esperanza y testigo activo de la fuerza de la infancia para resistir incluso lo que parece irreparable.

Su impacto humanitario ha atravesado generaciones: acceso masivo a vacunas esenciales, campañas para erradicar enfermedades como la frambesia, escolarización de millones de niños desescolarizados aun en plena crisis, sistemas de agua y saneamiento capaces de resistir climas extremos, programas de registro de nacimiento que devuelven identidad y derechos, protección contra la violencia y la trata, impulso global a la lactancia materna y mejores prácticas de nutrición. Por esa coherencia, por esa persistencia, recibió el Premio Nobel de la Paz en 1965, reconociendo que proteger a un niño es proteger el futuro entero.

En México, ese compromiso ha tomado forma en la promoción de una educación inclusiva —incluyendo a niñas y niños migrantes—, en la digitalización del aprendizaje, en iniciativas para mejorar el etiquetado frontal de alimentos y los hábitos saludables, en apoyo a la lactancia materna, en el seguimiento del cumplimiento de derechos y la atención en desastres naturales. También en programas de crianza positiva, acceso a servicios básicos y fortalecimiento del sistema de salud. Son avances que, aunque a veces silenciosos, transforman vidas.

Pero esta historia luminosa enfrenta hoy su propio eclipse. La pandemia de COVID-19 desencadenó la peor crisis global para la infancia en generaciones. Henrietta Fore lo resume con precisión: “Fueron años en los que deberíamos mirar hacia delante; estamos retrocediendo”. Las cifras que acompañan esa advertencia son un llamado de urgencia. Más de 1 600 millones de estudiantes quedaron fuera de las aulas durante los confinamientos, y en el primer año de crisis las escuelas estuvieron cerradas casi el 80% del tiempo destinado a clases presenciales. Los problemas de salud mental afectan ya al 13% de los adolescentes entre 10 y 19 años, mientras que en 2020 el 93% de los países vio interrumpidos o suspendidos sus servicios esenciales en esta materia. Antes de que termine esta década, podrían ocurrir diez millones más de matrimonios infantiles. El trabajo infantil alcanzó los 160 millones de niños, un incremento de 8,4 millones en cuatro años, y otros nueve millones siguen en riesgo debido al aumento de la pobreza. En 104 países, 1 800 millones de niños vivieron bajo interrupciones graves de los servicios de prevención y respuesta a la violencia. Y hoy, 50 millones de niños sufren desnutrición aguda —la forma más letal de malnutrición—, con la amenaza de que otros nueve millones se sumen a esa cifra.

La magnitud del retroceso duele, pero también reafirma el sentido de existir de UNICEF. No fue creado para tiempos fáciles. Su historia demuestra que la humanidad puede levantarse si pone a la infancia en el centro de sus decisiones. Ese es el desafío de nuestro presente: no permitir que una generación pague con su futuro lo que el mundo no supo prevenir. UNICEF nació para proteger a los niños que no tenían nada; hoy, su misión es impedir que tantos pierdan lo que habían logrado. Y en ese esfuerzo —igual que en 1946— no hay espacio para la resignación.

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