«Voy a cumplir 80 años, la memoria no es tan buena y las orejas me siguen creciendo.»
Francisco Toledo
Francisco Toledo, nacido el 17 de julio de 1940, no sólo fue uno de los artistas más prolíficos y originales de México, sino también un defensor inquebrantable del patrimonio cultural, de la ecología y de los derechos de los pueblos indígenas. Su natalicio representa una oportunidad para volver a mirar la profundidad de su legado, no sólo como pintor o escultor, sino como un hombre que convirtió su arte en herramienta de conciencia.
Toledo fue un artista esencialmente libre, ajeno a los encasillamientos, cuya obra no se limitó a los lienzos: transitó con igual maestría por la gráfica, la cerámica, el diseño de tapices, el óleo, la litografía, el grabado sobre linóleo o metal, e incluso por la escultura en piedra y madera. Su formación temprana fue decisiva. Inició su carrera con Arturo García Bustos, y se forjó como grabador en el Taller Libre de la Escuela de Diseño y Artesanías del INBA. Pero fueron sus años en Europa, particularmente en París, donde entró en contacto con Rufino Tamayo y Octavio Paz, y conoció la obra de artistas como Jean Dubuffet o Antoni Tàpies, los que le permitieron consolidar un lenguaje plástico propio, onírico, ancestral y provocador, que entretejía la tradición zapoteca con la mirada contemporánea.
Fue Oaxaca, más que París o Nueva York el centro gravitacional de su vida y de su obra. Su imaginación brotaba de lo local y lo mágico, de la selva, los insectos, los mitos, los animales híbridos que se funden con el hombre y el entorno. Como señaló alguna vez, no necesitaba salir del estado donde nacieron sus padres para encontrar motivos para crear: todo lo que requería ya estaba en esa tierra; en sus raíces, en sus lenguas, en sus mercados y en sus seres imaginarios. En sus grabados y pinturas conviven monos copulando con mazorcas, iguanas que devoran letras, conejos que se transmutan en dioses; su mundo es un universo cargado de erotismo, metamorfosis y crítica. Uno de sus temas recurrentes era el cuerpo: lo transformaba, lo desmembraba, lo convertía en alegoría de la violencia, del deseo o de la muerte. Obras como Autorretrato como grillo u Hombre comiendo maíz muestran esa relación visceral entre el ser humano y la tierra. Su trabajo ha sido expuesto en instituciones como el Museo del Palacio de Bellas Artes, el Museo de Arte Moderno, el Museo Reina Sofía de Madrid, el MoMA de Nueva York, la Tate Gallery de Londres y el Centro Georges Pompidou de París.
Sin embargo, fue su labor como promotor cultural lo que lo convirtió en un verdadero faro para las generaciones posteriores. Fundó instituciones clave como el Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca (IAGO), la Biblioteca para Ciegos Jorge Luis Borges, el Centro Fotográfico Manuel Álvarez Bravo, el Taller Arte Papel de San Agustín Etla y el Centro de las Artes de San Agustín (CaSa), el primer centro ecológico de creación artística en América Latina. Estas instituciones no sólo preservan, sino que multiplican el espíritu comunitario y creativo que Toledo alentó toda su vida. Fue también un activista comprometido. En 2005 encabezó una campaña para impedir la instalación de un McDonald’s en el centro histórico de Oaxaca. En otra ocasión, se opuso a la construcción de un centro comercial en el Cerro del Fortín. Durante la crisis política de 2006 en dicho estado, su voz fue fundamental para llamar al diálogo y a la defensa de los derechos civiles. Y en 2014, tras la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, creó papalotes con los rostros de los jóvenes, los elevó al cielo como acto poético y político, y con ello transformó la protesta en arte.
Francisco Toledo recibió el Premio Nacional de Ciencias y Artes (1998), el Premio Príncipe Claus de los Países Bajos (2000) y el Right Livelihood Award (2005), conocido como el “Premio Nobel Alternativo”, entre otras distinciones. Pero su mayor reconocimiento fue el respeto de su pueblo y la gratitud de quienes lo conocieron como un hombre generoso, reservado y rebelde. Murió el 5 de septiembre de 2019, pero dejó sembrado un bosque de símbolos, de instituciones vivas, de lucha social y de imaginación desbordada. Hoy, al conmemorar su nacimiento, más que mirar su retrato, deberíamos observar a nuestro alrededor: a las piedras, al maíz, a las lenguas indígenas, a los insectos, al viento, y reconocer que su arte sigue latiendo en lo más profundo de nuestra identidad. Toledo no fue sólo un artista; fue y sigue siendo una forma de ver el mundo.