«La primera justicia es el respeto.»
— René Cassin
Lo sucedido hace unos días con la presidenta Claudia Sheinbaum debe provocar una reflexión más profunda que el simple revuelo mediático. Fue un acto de acoso que, en términos jurídicos, constituye un ilícito. En la Ciudad de México, este tipo de conducta está penado, pues el marco normativo sanciona las agresiones que invaden la esfera corporal y la dignidad de las mujeres. Pocos días antes, también Fátima Bosch fue violentada por uno de los organizadores durante un certamen internacional en el que representaba a México.
Estos episodios comparten una raíz común: la concepción de que las mujeres están disponibles para el dominio o el insulto, y revelan la intención de anular la voz de la víctima y denigrarla. Sin embargo, es importante reconocer que esta violencia no es exclusiva de figuras públicas ni de eventos mediáticos. Cada día, miles de mujeres —madres, hijas, estudiantes, trabajadoras— sufren agresiones similares, ya sea en la calle, en el trabajo, en las escuelas o en sus propios hogares.
Sin la visibilidad de los casos más mediáticos, estas mujeres enfrentan una violencia que las degrada y las silencia, debido a que en la mayoría de los casos no reciben el apoyo ni la atención necesarios para sanar o buscar justicia.
Dichas prácticas sexistas, como señalan diversas investigadoras, configuran una red de relaciones que asigna roles diferenciales y reproduce jerarquías. Desde esta perspectiva, el acoso se convierte en un mecanismo de poder: quien agrede se erige como dueño, mientras que quien recibe la agresión queda reducido o reducida a objeto.
En México, las cifras reflejan la magnitud del problema. En 2024 se registraron 797 feminicidios, la cifra más baja en siete años, aunque los primeros meses de 2025
ya han sumado 394. En la Ciudad de México hubo 21 feminicidios en ese periodo. Además, solo en el primer trimestre de 2025, la Fiscalía capitalina documentó 945 casos de abuso sexual, 293 denuncias por acoso sexual, seis intentos de violación y más de 8 000 casos de violencia familiar.
Estos números confirman que la violencia de género sigue siendo una constante en la vida cotidiana de miles de mujeres, y que los avances legislativos aún no se traducen en una disminución sostenida del riesgo.
La socióloga Patricia Valladares destaca que el feminicidio es solo la punta del iceberg de una cadena de agresiones que comienza con la desvalorización, la humillación y el menosprecio. La atención a las víctimas de acoso y violencia sexual debe ser prioritaria y respetuosa, abordando sus necesidades tanto físicas como emocionales de manera integral.
Es esencial ofrecer espacios seguros donde puedan ser escuchadas sin juicio ni revictimización, asegurando que su testimonio sea tomado en serio y tratado con confidencialidad. Además, el apoyo debe ir más allá de la denuncia o el proceso judicial, e incluir atención psicológica, asesoría legal y acompañamiento constante para ayudar a la víctima a reconstruir su vida.
La verdadera justicia comienza con la empatía y el respeto hacia quienes han sufrido una agresión, garantizando que no solo se les proteja legalmente, sino también en su derecho a sanar sin ser olvidadas o invisibilizadas.
La escritora Irene Vallejo señala que, a lo largo de la historia, los defensores del pensamiento frente a la quema, la prohibición y la censura han sido los guardianes de una ética pública esencial. Este mismo principio debe aplicarse a la protección de los cuerpos, las voces y las dignidades frente a la violencia cotidiana.
Así como las ideas necesitan ser defendidas contra la opresión, la integridad corporal también requiere las mismas virtudes: memoria, vigilancia y sanción. Defender la dignidad humana no es solo una cuestión legal, sino una cuestión ética que exige una sociedad comprometida con el respeto por la vida y el bienestar de todos sus miembros.
La memoria juega aquí un papel clave, no solo como recordatorio del daño pasado, sino como herramienta para evitar que la violencia se repita. La vigilancia no es solo observar, sino intervenir activamente para que las agresiones no queden impunes.
Y la sanción debe ser transformadora, buscando no solo castigar, sino también erradicar las raíces de la violencia.
Así, la lucha por la integridad humana se convierte en un esfuerzo colectivo que implica cambiar no solo las leyes, sino también las actitudes culturales que permiten la violencia.
Defender a las víctimas de la violencia cotidiana requiere de un compromiso social que valore la dignidad humana por encima de todo.
Como hombres y como sociedad, debemos asumir nuestra parte de responsabilidad. Corresponde a todos quienes observan intervenir para impedir una agresión, denunciarla y no normalizar las conductas que degradan.

