«Pobres no son los que tienen poco. Son los que quieren mucho...»
José Mujica.
El mundo ha perdido a un hombre extraordinario. No a un héroe de bronce ni a un político de pose, sino a un ser humano íntegro que hizo de la coherencia su revolución más silenciosa. José “Pepe” Mujica, expresidente de Uruguay, ha muerto a los 89 años. Y con él se va una conciencia viva de América Latina. Nació en 1935. Su padre murió cuando él tenía seis años y desde entonces trabajó junto a su madre vendiendo flores en bicicleta. No conoció el lujo, pero si la pobreza digna. Esa infancia marcó su espíritu: libre, terco, sensible. Desde joven, influido por el anarquismo y el amor por la tierra, volcó su rebeldía en la guerrilla, desde el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros. En 1970 fue emboscado y herido con seis balazos. Fue encarcelado y pasó 13 años preso, once de ellos en condiciones infrahumanas. En celdas sin luz ni contacto humano, aprendió a resistir conversando con hormigas, recitando versos de memoria y jugando partidos imaginarios de fútbol. El encierro físico fue brutal, pero el aislamiento fue su mayor tortura y también su gran escuela… La dictadura lo usó como rehén: lo amenazaban con matarlo si sus compañeros cometían algún acto. Cuando fue liberado en 1985, no salió clamando venganza. Salió buscando sentido. Fundó el Movimiento de Participación Popular y comenzó su camino democrático. Fue electo diputado, senador, y en 2005, Ministro de Ganadería. Su estilo era directo, campechano, a veces áspero, pero siempre auténtico. Llegaba a las reuniones en su viejo escarabajo celeste, sin escoltas. Se detenía a hablar con los cuidacoches, preguntándoles no cómo estaban, sino qué estaban leyendo.
En 2010, llegó a la presidencia. Y lo hizo sin cambiarse la ropa arrugada ni los zapatos de campo. Legalizó el aborto, el matrimonio igualitario y la marihuana, no como actos de marketing progresista, sino como decisiones éticas y necesarias. Donaba el 90% de su sueldo y seguía viviendo en su modesta chacra con su esposa, Lucía, también exguerrillera. Arreglaba su tractor, criaba gallinas, sembraba habas. Cuando un jeque árabe quiso comprarle su auto por un millón de dólares, respondió: “No lo vendo. Me lleva a donde quiero”. Un día de 2012, fue recibido por Barack Obama en la Casa Blanca. Mujica llegó sin corbata, con su andar de hombre de tierra. Cuando le ofrecieron café, preguntó: “¿No tienen mate?”. Sonrió, sacó un termo y se cebó uno él mismo. Fue congruente con su historia, con su ética, con su pobreza elegida. Hizo de la política una pedagogía del ejemplo. “Viví muchos años en soledad en un calabozo. Hubo noches que cuando me ponían un colchón estaba contento. Repensé todo. Y la felicidad si no la llevás adentro y no la tenés con poco, no la tenés con nada.” Pocos saben que le gustaba el Martín Fierro, en sus páginas veía el canto rebelde del hombre común, la dignidad de los marginados. O que escribía poemas que nunca publicó, y que en sus últimos años recibía jóvenes, solo para escucharlos. A uno que quería irse del país, le dijo: “Entonces primero dejá algo sembrado. Enfrentó un cáncer de esófago con la misma serenidad con la que vivió. Rechazó tratamientos agresivos. “Ya estuve cerca de la muerte muchas veces”, dijo. Y cuando llegó el momento, no hubo ruidos ni protocolos vacíos. Murió en su casa, entre los suyos, con sus perros, sus frutales y sus herramientas. Su cuerpo será cremado y sus cenizas esparcidas en su tierra.
Hoy América Latina lo llora. Pero más que llorarlo, lo siembra. Porque hombres como él no se entierran: germinan. En cada joven que sueña con cambiar el mundo sin venderse. En cada anciano que resiste con dignidad. En cada persona que entiende que la política no es teatro, sino acto de amor. José Mujica no buscó poder, buscó sentido. No acumuló, no ostentó, no mintió. “El recurso más importante que tienes es el tiempo —decía—. La vida se te va. Y lo único que no se compra es la vida.” Hoy, ese tiempo se ha cumplido. Que la tierra —esa que tanto amaste y cultivaste— te sea leve, compañero, ¡luz en tu camino!