«En Hollywood te pueden pagar mil dólares por un beso, pero sólo 50 centavos por tu alma.»
Marilyn Monroe
El 4 de mayo de 2025, Donald Trump firmó un decreto que impone un arancel del 100 % a todas las películas extranjeras. En una publicación en sus redes sociales mencionó que: «La industria cinematográfica estadounidense está muriendo rápidamente. Otros países ofrecen todo tipo de incentivos para alejar a nuestros cineastas y estudios de Estados Unidos. Hollywood, y muchas otras zonas de EE. UU., están siendo devastadas. Este es un esfuerzo conjunto de otras naciones y, por lo tanto, una amenaza para la seguridad nacional.» Por ello presentó una estrategia para «salvar» a Hollywood. Pero lo que intenta rescatar, en realidad, es una máquina de ficción que lleva años desangrándose a sí misma. No estamos ante una simple cruzada proteccionista, sino frente al síntoma de una decadencia cultural: una industria agotada, un modelo narrativo en ruinas, un imperio de imágenes huecas que ha olvidado por qué contar historias.
Hollywood no muere por competencia extranjera. Fenece porque dejó de hacerse preguntas. Transformó el arte en algoritmo, la emoción en fórmula, el deseo en consumo inmediato. La pantalla grande ya no conmueve: entretiene, distrae, anestesia. Saturado de efectos, ruido y velocidad, el cine ha dejado de mirar al otro, de imaginar futuros, de provocar pensamiento. Hoy, el espectáculo ha devorado al símbolo.
Durante décadas, Hollywood exportó una mitología poderosa. Fue el espejo del sueño americano, la fábrica de épicas modernas, el gran narrador global. Pero en su afán de rentabilidad, redujo al espectador a un consumidor pasivo y a los creadores en obreros del impacto. La creatividad se subordinó al rendimiento; la profundidad fue sacrificada por la inmediatez. Cada nueva entrega, cada saga reciclada, es una repetición que no busca explorar lo humano, sino perpetuar la mercancía.
La experiencia cinematográfica se ha vaciado. Ya no nos enfrentamos a relatos que incomoden, que rasguen la superficie. Nos invitan a consumir imágenes que lo muestran todo, pero no dicen nada. La contemplación ha sido reemplazada por la velocidad. El pensamiento, por el zapping emocional. Lo que alguna vez fue arte ahora es hiperproducción; lo que fue lenguaje simbólico, hoy es ruido visual.
Mientras tanto, la industria se sostiene artificialmente sobre mercados extranjeros que también empiezan a cansarse del espectáculo sin alma. Los estudios apelan a megapresupuestos y alianzas con plataformas tecnológicas, pero evitan cualquier riesgo estético o ético. Como un organismo inmenso que ya no siente, Hollywood sigue respirando gracias a la nostalgia, al marketing, a los destellos. Pero por dentro se ha vaciado de sentido.
El decreto de Trump no es más que un muro económico para ocultar una grieta espiritual. Hollywood no necesita protegerse del mundo, necesita reencontrarse con él. Lo que podría salvarlo no es el blindaje comercial, sino una revolución interior: volver a mirar al otro, incomodar al espectador, arriesgar la narrativa, desobedecer las fórmulas. Necesita menos aranceles y más alma.
Porque solo un cine que vuelva a hablar con el corazón de su tiempo, que nombre lo innombrable y escuche lo silenciado, podrá salvarse del olvido.