«La educación genera confianza. La confianza genera esperanza. La esperanza genera paz.»

Confucio

En la antigua Grecia, se cuenta que un joven extranjero llamado Anaxágoras llegó a Atenas para estudiar con Pericles. Algunos atenienses lo miraban con recelo por ser jonio, pero Pericles lo defendió: «El saber no tiene patria; el pensamiento es el único ciudadano del mundo». Hoy, más de dos milenios después, Estados Unidos parece haber olvidado esa lección. Un artículo reciente de la BBC expone cómo ciertos sectores políticos estadounidenses quieren restringir la entrada de estudiantes extranjeros, especialmente aquellos provenientes de naciones como China, India o incluso México, alegando motivos de seguridad nacional o protección del empleo local. En el último año académico 2023/24, por ejemplo, más de 1.126.000 estudiantes internacionales eligieron universidades norteamericanas, procedentes de más de 210 países, lo que supone un récord histórico. Ese contingente representa alrededor del 6% de todos los alumnos universitarios en EE. UU.

El argumento, aunque envuelto en banderas, esconde un miedo más profundo: el temor al otro, al que piensa distinto, al que compite y sobresale. Lo que antes era orgullo —atraer a los mejores cerebros del mundo— hoy se convierte en sospecha. Ahora se pretende evaluar no solo los antecedentes académicos o financieros de los estudiantes, sino también su actividad en línea, buscando indicios de radicalización, posturas políticas o cualquier contenido que consideren sospechoso. Esta política ha generado preocupación entre organismos internacionales y defensores de los derechos humanos, pues podría abrir la puerta a criterios arbitrarios o discriminatorios, además de obstaculizar el acceso a la educación para miles de jóvenes de todo el mundo.

Y sin embargo, los datos son claros: más del 20% de las startups (empresas emergentes) más exitosas del país fueron fundadas por exalumnos extranjeros. Cerca del 70% de los estudiantes internacionales de posgrado a tiempo completo en campos como ingeniería eléctrica y ciencias de la computación son extranjeros, lo que subraya su papel crucial en la innovación tecnológica y científica. Su presencia respaldó más de 378,000 empleos, beneficiando tanto a las instituciones educativas como a las economías locales.

Cerrarles la puerta a estos jóvenes es dispararse en el pie del futuro. La educación, como el arte y la ciencia, no puede florecer entre muros. Cada vez que un país levanta barreras al conocimiento, retrocede en su evolución. No es casual que regímenes autoritarios hayan perseguido bibliotecas, prohibido libros o expulsando académicos. Lo que ocurre hoy en Estados Unidos no es sólo una discusión migratoria. Es una batalla simbólica por el alma de la educación global. ¿Formaremos una juventud que dialogue o una que se repliegue en trincheras identitarias?

La historia nos da una pista. Cuando el emperador romano Adriano, amante de la filosofía y de los saberes orientales, protegió a sabios griegos y egipcios, no lo hizo por debilidad, sino porque sabía que el conocimiento no amenaza: enriquece. Hoy, haríamos bien en recordar que los muros protegen de poco y que el pensamiento libre, aunque incómodo, siempre ha sido el motor del progreso. Si Estados Unidos se convierte en un país que teme a sus propios estudiantes, quizá no está en peligro su seguridad… sino su grandeza.

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