«La única victoria que cuenta es las que se obtiene sobre uno mismo…»

J. Owens

En 1936, con apenas 23 años, Jesse Owens logra representar a EE. UU., en las Olimpiadas de Berlín. Los reflectores iluminan el Estadio Olímpico, donde miles de personas, bajo la mirada de Adolf Hitler, esperaban ver triunfar a los atletas arios. En medio de ese fervor nacionalista, un joven afroamericano llamado Jesse Owens desafía todas las expectativas. Con cada salto, con cada zancada, Owens no solo gana medallas: gana dignidad en un escenario que intentaba negársela. Conquistó cuatro oros: en 100 y 200 metros planos, en salto de longitud y en el relevo 4x100. Cada victoria fue un golpe a la ideología nazi, que sostenía la superioridad de la raza aria. Aunque se cuenta que Hitler evitó felicitarlo, lo cierto es que no hubo una ceremonia oficial para ningún atleta. El verdadero desaire vendría después.

Jesse Owens nació el 12 de septiembre de 1913 en una pequeña casa de madera en Oakville, Alabama, y en una familia afroamericana que intentaba sobrevivir, vivió en carne propia esta condición. Era el hijo más pequeño de Henry y Emma Owens, quienes, como tantos otros, vivían con la esperanza de que sus hijos pudieran encontrar un futuro diferente, aunque ese futuro estuviera rodeado por las sombras de la pobreza y la marginación. Desde su primer aliento, la vida de Jesse estuvo marcada por las dificultades. La familia vivía en condiciones precarias, y su padre, un agricultor que trabajaba de sol a sol, no podía ofrecerle mucho más que el ejemplo de su arduo trabajo.

A medida que Jesse crecía, el niño de piernas rápidas y risa fácil se destacaba por su energía y su destreza física. Con pocos recursos, pero con un enorme deseo de sobresalir, corría descalzo por los campos de su pueblo, desafiando las limitaciones de su entorno. En la escuela, cuando aún era conocido como "James", destacó rápidamente en las competiciones deportivas, y su habilidad para correr y desafiar obstáculos, presagiaba el honor de representar a su país en las Olimpiadas de Berlín, 1936.

De vuelta en casa, tras haber ganado para Estados Unidos la gloria olímpica, Owens regresó a una nación donde la segregación racial seguía siendo una realidad. A pesar de sus hazañas, no fue recibido por el presidente Roosevelt ni invitado a la Casa Blanca. Siguió siendo un ciudadano de segunda clase. Tuvo que trabajar en empleos precarios, incluso haciendo carreras contra caballos para ganarse la vida. “Cuando volví a casa, no pude entrar por la puerta principal del hotel”, diría después.

La discriminación y la indiferencia seguían allí, y, a pesar de su éxito, Owens fue tratado con desprecio y marginación. Los honores que recibían los campeones simplemente no llegaron para él. En las décadas que siguieron, Owens fue relegado a una figura secundaria en el imaginario colectivo de su propio país.

Isabel Wilkerson, ganadora del Pulitzer por su obra ‘Casta’, afirma que la explicación de catalogar a las personas de forma distinta tiene su origen en las castas, que no son solo jerarquías visibles, sino constructos sociales profundamente arraigados que se perpetúan a través de instituciones, normas y, sobre todo, en las mentes de las personas. El racismo y clasismo en Estados Unidos no es solo una manifestación de prejuicios individuales, sino una estructura social que clasifica a los seres como merecedores o no, de derechos, oportunidades y a la dignidad humana. En el caso de Owens, su éxito no pudo deshacer la frontera de la casta a la que estaba sujeto, incluso después de derrotar, de manera rotunda, hombre a hombre, a quienes se suponía la supremacía blanca.

Pero el tiempo reivindica. Jesse Owens fue, más allá de sus récords, un símbolo de resistencia. En 1976, el presidente Gerald Ford le otorgó la Medalla Presidencial de la Libertad, uno de los máximos honores civiles en Estados Unidos.

Murió en 1980, pero su historia sigue viva como testimonio de valentía, dignidad y perseverancia. Su legado nos recuerda que el verdadero triunfo no está solo en la pista, sino en la capacidad de desafiar las injusticias y dejar una huella imborrable. Será un recordatorio eterno de que todos los hombres nacen iguales, a pesar de no tener las mismas oportunidades y que el valor de una persona no se mide por su raza, género o estatus social, sino precisamente por su humanidad.

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