«La tecnología nos acerca a los lejanos y nos aleja de los cercanos.»
Michel Desmurget
La soledad ya no se vive en silencio. Hoy se publica, se comparte, se esconde entre selfis y estados de WhatsApp. Vivimos expuestos, pero no necesariamente acompañados. En un mundo saturado de notificaciones, hablar de vínculos es hablar de cómo nos buscamos —y a veces, de cómo nos perdemos— en internet. Las redes sociales y las aplicaciones de citas han transformado la forma en que conocemos, elegimos y amamos. Ya no nos cruzamos con alguien en una fiesta o en una fila. Ahora deslizamos el dedo por una pantalla. Buscamos entre cientos de rostros con la esperanza de encontrar un «match», un clic que encienda la chispa del amor. Y aunque eso suena práctico, también ha cambiado lo que esperamos de una relación.
Lo digital no es solo una herramienta: es un territorio donde habitamos buena parte de nuestra vida emocional. Las plataformas nos prometen eficiencia: menos tiempo, menos riesgo, menos exposición. Perfiles editados, frases ingeniosas, filtros y algoritmos diseñados para mostrar lo que queremos ver. Nos enamoramos de una imagen antes de conocer a la persona. El azar, el misterio, la espera… se pierden en el proceso. La gran promesa de este mundo es clara: si esto no funciona, hay más. Siempre hay más. Y eso, aunque tranquiliza, también debilita. Las relaciones se vuelven desechables. Lo difícil se evita. Discutir, esperar, construir… todo eso suena a desgaste. Es más fácil abandonar y pasar al siguiente perfil, como quien cambia de serie cuando un capítulo se vuelve aburrido.
Zygmunt Bauman, lo dijo con claridad: el amor se volvió líquido. Fluye sin forma ni permanencia. En esta nueva era, hablamos más de conexiones que de relaciones. Conectarse es rápido, casi instantáneo. Relacionarse, en cambio, implica presencia, tiempo y vulnerabilidad. Y eso, en tiempos de inmediatez, da miedo. Estar «en línea» no significa estar presente. Podemos chatear todo el día con alguien y sentirnos más solos que nunca. Porque lo digital, aunque nos acerca,
también nos distancia. Nos ofrece la ilusión de compañía, pero no siempre la realidad del encuentro. Esto no significa que haya que demonizar la tecnología o volver al pasado. Internet ha unido a personas que, de otro modo, nunca se habrían conocido. Nos permite cruzar fronteras, encontrar afinidades, sostener vínculos en la distancia. Ha sido un alivio real en tiempos de pandemia, encierro y pérdida. Para muchos, fue la única vía posible para sentirse cerca de alguien, aunque fuera detrás de una pantalla.
Pero también es cierto que este nuevo paisaje tiene sombras. Relaciones breves, expectativas infladas, ansiedad por no estar «viviendo lo mejor». El amor se vive como experiencia, no como historia. Se consume, se evalúa, se descarta. Si no gusta, se cierra la app. Y cuantas más opciones tenemos, más difícil se vuelve a elegir. La abundancia no trae paz. Al contrario, genera inquietud, la constante sospecha de que algo mejor está a un clic de distancia. Esa idea sabotea lo real: el vínculo imperfecto, el otro con sus dudas, sus tiempos, sus días malos. Todo eso que hace que el amor —el de verdad— tenga sentido.
Queremos el resultado, no el camino. Y así, el otro se convierte en un espejo que debe confirmar lo que somos, lo que valemos, lo que queremos oír. Pero un vínculo profundo no se trata de espejos, sino de miradas compartidas. De saber que el otro está ahí, incluso cuando no encaja con nuestras expectativas. La mayoría de los jóvenes navega en estas aguas todos los días. Muchos han tenido su primera relación a través de una pantalla. Para algunos, incluso, es el único modo que conocen para vincularse.
La tecnología no es el problema. El verdadero desafío es preguntarnos qué tipo de relaciones estamos construyendo con ella. Qué buscamos en el otro. Qué estamos dispuestos a ofrecer. Y, sobre todo, si aún creemos en un amor que no solo conecte, sino que también acompañe. Al final, más allá de los algoritmos, seguimos siendo humanos. Seguimos anhelando que alguien nos vea, nos escuche, nos elija sin filtros. Seguimos buscando algo más que un “match”. Algo que nos sostenga. Algo que dure más que un clic.