«Mientras exista el mundo no acabará la gloria ni fama de Meshico Tenochtitlán.» Frase atribuida a Cuauhtémoc
El día de hoy se conmemoran 700 años de la fundación de la Gran Tenochtitlán de acuerdo con el Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México, espero que esta fecha sirva para que todas las mexicanas y todos los mexicanos reflexionemos respecto a nuestra identidad. No tengo dudas de que como nación tenemos un destino promisorio. Ni las amenazas ni los agravios de parte de los líderes políticos de otros países, por muy poderosos que estos sean, lograrán intimidar la dignidad nacional. Pertenecemos a una nación mestiza, por ello debemos de reconciliarnos con nuestras raíces indígenas, afrodescendientes, ibéricas, europeas, árabes y asiáticas. Por ello, estimadas y estimados lectores, les invito a que emprendamos un breve viaje por la historia de la Gran Tenochtitlán desde su origen hasta la actualidad.
Bajo el sol implacable de la historia, en el espejo del lago menguado, la Ciudad de México alzó su voz por primera vez un 13 de marzo de 1325. Allí, entre el vaivén de las aguas y la danza de los volcanes tutelares, los mexicas vieron cumplirse su destino en la forma de un águila que devoraba una serpiente sobre un nopal, el corazón de Copil enrojecido en las tunas de nuestro escudo nacional y nuestra memoria. Así nació Tenochtitlán, la ciudad flotante, la joya del Anáhuac, el ombligo de la luna y de la tierra, tejida con los sueños de un pueblo errante que supo domar el agua y construir sobre ella templos que parecían desafiar al cielo mismo. Pero la historia es cíclica, es un eco de grandezas y ruinas, y lo que fue esplendor se tornó ceniza bajo el fragor de la conquista. Llegaron los hombres de Castilla, con su hierro, su pólvora y su cruz, y el lago fue testigo del último aliento de Cuauhtémoc, del llanto de los vencidos y del rugido de una ciudad que nunca se rinde. Sobre los canales y las chinampas, los conquistadores alzaron una nueva urbe, hecha de piedra y sangre, de conventos y palacios, de retablos dorados y de plazas donde se vendían esclavos. Y, sin embargo, entre la opresión y el mestizaje, la ciudad creció con una fuerza indomable; llegaron esclavos del continente
africano, migrantes europeos, asiáticos y de provenientes de otras latitudes del continente y poco a poco se fueron engendrando nuevas voces, nuevas esperanzas, nuevas mezclas de barro, jade, joyas y otros objetos preciosos.
Luego vinieron las aguas, siempre las aguas, reclamando lo que era suyo. Inundaciones interminables azotaron la ciudad, porque su esencia nunca dejó de ser acuática. La urbe flotante fue entonces una ciudad ahogada, atrapada entre su esplendor y su condena. Se intentó domar el lago, se alzaron diques, se excavaron canales, pero la naturaleza es terca y los humanos más. Con el tiempo, la Ciudad de México dejó de ser isla y se convirtió en tierra firme, aunque bajo su piel de concreto aún palpitan las antiguas corrientes, esperando su momento de volver.
Largos siglos de esplendor y desigualdad se extendieron durante El Virreinato. De catedrales resplandecientes y barrios de miseria, criollos que soñaban con el dominio e indígenas que anhelaban su libertad. Y luego, la independencia: un grito que retumbó en las calles empedradas, en los mercados y en los campanarios, en la Alameda Central y en los callejones donde los murmullos del pueblo se convirtieron en alaridos de justicia.
El siglo XIX fue convulso, un crisol donde se fundieron emperadores y repúblicas, invasiones y guerras fratricidas. Maximiliano, con su visión afrancesada, quiso hacer de la ciudad una nueva Viena, con paseos amplios y palacios elegantes, pero la historia no le pertenecía. Luego llegó el porfiriato, con su modernidad y su opulencia para unos cuantos, con sus tranvías y sus grandes avenidas, con su obsesión por convertir la capital en un París tropical. Mas la injusticia no puede sostenerse sobre columnas de mármol, y en 1910 la ciudad ardió en el fuego de la Revolución.
La llegada del nuevo milenio trajo consigo el crecimiento desbordado, la urbe que se tragó al campo, que alzó sus torres y multiplicó sus caminos hasta volverse infinita. Ciudad de obreros y migrantes, de vendedores ambulantes y poetas, de arrabal y de academia, de murales que contaban historias en colores y de escritores que buscaban en sus callejones el alma de México. La metrópoli se convirtió en un monstruo fascinante, en un laberinto de luces y sombras donde convivían el mariachi y el jazz, el mole y la hamburguesa, el náhuatl que aún sobrevive en las bocas de los ancianos y el español mestizo que resuena en los mercados. El terremoto de 1985 le recordó a la ciudad su fragilidad, pero también su espíritu invencible. Las ruinas dieron paso a la solidaridad, a la reconstrucción, a la certeza de que esta urbe, tantas veces destruida, siempre resurge de entre los escombros. Y así, la Ciudad de México entró al siglo XXI, convertida en una de las urbes más grandes del mundo, un coloso de concreto y humanidad donde caben todas las voces, todos los rostros, todos los pasados y todos los futuros.
Hoy, la Ciudad de México es un poema de contrastes, una sinfonía donde resuenan tambores prehispánicos y guitarras eléctricas, donde el aroma del maíz se mezcla con el humo de los automóviles, donde las plazas virreinales coexisten con rascacielos de vidrio, donde la historia se escribe a cada instante. Es una ciudad que ha sabido ser isla y desierto, agua y polvo, riqueza y pobreza, tradición y modernidad. Después de este recorrido podemos concluir que los que vivimos y han vivido en esta urbe son un crisol donde las raíces indígenas se abrazan con lo español, lo africano, lo asiático, lo europeo, lo migrante, lo foráneo que se vuelve propio. Es un caos hermoso de voces, acentos y rostros; un sincretismo que vive en sus mercados, sus plazas públicas y calles. La CDMX no es solo un punto en el mapa, es una identidad en movimiento, una ciudad que es todas las ciudades, donde cada historia que llega se funde con el latido eterno de lo que somos: mezcla, fusión y mestizaje.