Este inicio de 2020 nos invita a reflexionar más allá de la coyuntura. Es un buen momento para ver hacia delante. ¿A qué podremos aspirar en materia económica durante la tercera década del primer siglo del tercer milenio? Durante los próximos treinta años estará en pleno apogeo el llamado bono demográfico, esto es que, por su edad, la mayor parte de la población estará en posibilidades de trabajar.
En esta tercera década el desafío es expandir y consolidar una clase media vigorosa; conformar un país sin pobres, incluyente, más equitativo y con igualdad de acceso a la justicia, educación, salud y vivienda. Es una década que obliga a aprender de las lecciones recibidas desde la debacle de 1982.
Desde el 2000 a la fecha somos 28 millones de habitantes más, con lo que la población ronda en los 126 millones. Mientras que este aumento de población fue de 28%, durante ese mismo período el valor de bienes y servicios de uso final que la economía mexicana produjo se incrementó alrededor de 44 por ciento a precios constantes. Así el ingreso per cápita creció 12.5 por ciento en 20 años, lo que dio para una tasa media anual de crecimiento de sólo 0.63 de un punto porcentual. Lo dramático de este número: nos llevaría 160 años para duplicar el ingreso per cápita. Sólo para contrastar, China ha venido duplicando su PIB per cápita cada 10 años.
Por lo tanto, ¿cómo explicamos el bajo crecimiento para duplicar el ingreso de las personas y la mala distribución del mismo pese haber tenido dos décadas de estabilidad macroeconómica, y de haber extraído en 20 años la mayor cantidad de petróleo que en toda la historia del país? Y como en el comercial: “… oiga ‘apá, ¿y … las reformas?” El trágico 1982 (expropiación de la banca comercial, devaluación, control de cambios) obligó a repensar el papel del Estado, pese haber estado antecedido por un crecimiento económico envidiable pero ficticio impulsado por los descubrimientos de petróleo que permitieron una inversión pública gigantesca, pero financiada de manera irresponsable e insostenible con deuda externa de banca comercial. Se optó por transformar a el Estado propietario en Estado promotor del desarrollo. Para esta transformación se reescribió la Constitución y se rehizo el marco jurídico correspondiente para disponer de una distribución de tareas: el Estado se responsabilizaría de crear las condiciones propicias en bienes públicos como seguridad, justicia, educación y salud, y se reservaría al sector energético, para concentrar a los particulares en el crecimiento de las actividades productivas y la creación de empleos.
Se logró un tratado de libre comercio de América del Norte muy exitosos, más decenas de tratados comerciales con otros países y regiones; no obstante, el sector externo sólo alcanzó para un impulso del Bajío al norte del país.
¿Entonces qué pasó? Una respuesta rápida: el país en las últimas dos décadas, pese a condiciones de estabilidad y de acceso a los mercados financieros muy favorables, ha sido incapaz de generar un crecimiento económico impulsado por la productividad. Esto significa que no sólo no ha habido más inversión tanto privada como pública, sino que la que se ha hecho ha sido insufiente para lograr que en México produzcamos más con la misma cantidad de recursos o menos. Otra manera de plantearlo: el país no ha hecho por mucho lo suficiente para reducir el desperdicio y uso ineficiente de los recursos existentes. Eso incluye la protección de los recursos naturales y del medio ambiente. Traemos sobre la espalda una gran responsabilidad para que en esta década tengamos una mejor infraestructura de incentivos a la que tuvimos. Erradicar la corrupción es un buen principio.
Economista.
@jchavezpresa