Hace un mes y medio, durante una cena en el Club de Industriales con un alto ejecutivo de una enorme empresa departamental, uno de los comensales compartió parte de una conversación sostenida con un militar en retiro. Según este, para poner un término a la violencia —en realidad a una especie de guerra civil— en Sinaloa desatada por la operación contra el Mayo Zambada, se requerirían 10 mil efectivos militares a lo largo de un buen tiempo. Solo así se restablecería el orden.

Ayer un diario de circulación nacional informó de la presencia de 10 mil tropas en el estado —Ejército, Guardia Nacional, etc.— y publica algunas imágenes de los 20 muertos aparecidos en una carretera de entrada a Culiacán, incluyendo a cuatro decapitados, cinco cabezas (sic), y varios colgados de un puente. Una manta reproducía un mensaje contra Iván Archibaldo Guzmán, el Chapito mayor.

Por su parte, The New York Times informa este lunes que justamente los chapitos, diezmados por la guerra intestina del Cártel de Sinaloa, habrían fraguado una alianza con el Cártel Jalisco Nueva Generación, bajo el predominio de este último. El Times, como ya es costumbre desde la visita de C. S. Sulzberger en junio de 2024, atribuye parte de la responsabilidad del debilitamiento a la acción del gobierno. Ciertamente, el diario neoyorquino admite que la ofensiva de García Harfuch en Sinaloa es solo en Sinaloa, y que el resto del país padece aún el status quo ante: abrazos, no balazos.

El problema yace en un doble dilema. Es obvio que el envío de 10 mil soldados a Sinaloa no ha erradicado la violencia ni puesto fin a la guerra. Llevan, según registros de prensa, 1,200 muertos y 1,500 desaparecidos. Los veinte del lunes son un síntoma de la persistencia, no una estadística. López Obrador tuvo razón cuando responsabilizó de la hecatombe a los autores de la captura de Zambada: allí se origina. La pregunta es por qué sucedió: si fue Washington, no avisaron ni preguntaron; si fueron los chapitos, por qué no supo el CNI; si se podía deducir que estallaría una sangría terrible, por qué no enviaron tropas desde un primer momento. Preguntas dirigidas a quien mandaba: López Obrador.

Pero el segundo dilema ya es de Sheinbaum y de Harfuch. La guerra se desata en septiembre; ellos llegan el 1 de octubre; los 10 mil efectivos se alcanzan en junio. Ahora resulta que en el primer desafío de seguridad del sexenio, mueren más que nunca; el estado se encuentra paralizado; se orilla a una facción del narco a aliarse con otro cártel; la combinación puede resultar fatal para ambos cárteles, para el Estado mexicano, para ambos, o para la sociedad. Es innegable la habilidad del gobierno de presentar su táctica de respuesta en Sinaloa como una estrategia nueva a escala nacional. Resta a saber si es cierto el cuento.

Sin hablar de Estados Unidos. Sigo sin convencerme que Washington se encuentre tan exasperado como dicen con lo que considera los magros esfuerzos mexicanos contra el crimen organizado. Las acciones en torno a las instituciones financieras pueden ser un manotazo desesperado en la mesa, o simple inercia de burocracias que desean quedar bien con la superioridad. No dudo de la magnitud de la presión norteamericana en torno a una mayor presencia en México; lo contrario sería inverosímil en las condiciones actuales. Pero sí es mucho pedirles que no vean las fotos de Culiacán; que no saquen las mismas cuentas; que no descrean las mismas explicaciones; y que no extraigan las mismas conclusiones. Llevamos 19 años de esta historia. En Sinaloa la conocen mejor que nadie. El gobernador dio un discurso hace unos días en México; asistió el nuevo embajador de Estados Unidos. Su aplauso no ensordeció a nadie.

Excanciller de México

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