No hay nada más mexicano que el afán de evitar el conflicto. Desde los concursos de oratoria (a diferencia de los de debate, en el mundo anglosajón) hasta la sempiterna búsqueda fallida del consenso, el mexicano prefiere mil veces el acuerdo al pleito, la convergencia a la confrontación, el consenso al conflicto. Por eso, existe un término -ya medio obsoleto- en la jerga política mexicana que no se presenta con frecuencia en otras latitudes: el mayoriteo, o el verbo mayoritear. En países acostumbrados a la convivencia democrática, las mayorías mayoritean: logran la aprobación de sus programas de gobierno, de sus presupuestos, de sus leyes o reformas por mayoría, a condición que se preserven los derechos de las minorías. Ciertamente, cuando se trata de negociaciones sindicales, por ejemplo, sí se negocia, ya que el triunfo aplastante de uno u otro implica la desaparición de otro o uno.
López Obrador ha sido poco mexicano en este sentido, aunque este sea uno de sus rasgos que más me simpatizan. Prefiere utilizar todos los instrumentos del poder a su alcance para lograr sus victorias. Es el peleonero de callejón por excelencia. Pero conoce la psyche mexicana como nadie. Y parece estarle transmitiendo a su sucesora lo esencial de su profunda sabiduría en esta materia.
Que el Plan C, y en particular la elección mediante el sufragio universal de todos los integrantes del poder judicial en el país, le disguste a los mercados es un obviedad. Nadie en los países democráticos y modernos se propondría semejante aberración. Pero que los mercados se ofusquen, en el fondo no importa: López Obrador tiene razón. Como dijo Obama, las elecciones tienen consecuencias. Hubo una el 2 de junio, y Morena y Claudia Sheinbaum ganaron. Propusieron los cambios incluidos en el Plan C, y que los impulsarían en caso de ganar. Ganaron, y tienen todo el derecho de consumar su aprobación lo más pronto posible, con los menores ajustes posibles.
Pero AMLO y Sheinbaum saben -la perspicacia paisana es milenaria- que con un poquito de “mano izquierda”, de “moderación”, de “debate”, de “tolerancia”, de “inclusión” (ya sé, son muchas comillas), el Plan C entrará con menos dificultades. Parafraseando al clásico PIT II, lo importante no es si lo que dijo el director del FCE que había sucedido, sucedió antes o después, suavecito o a fuerza, rápido o despacito. Lo importante es que sucedió (al hablar de doblada, se refería, claro está, a las películas).
Sheinbaum entendió muy bien que si le dora la píldora a la comentocracia, a los miembros del establishment judicial, y seguramente a una parte de la oposición, si les promete una gran consulta, una amplia discusión, van a quedar contentos. Si pospone algunas partes del Plan C unas semanas, y se aprueban ya en su sexenio, le perdonarán haber ratificado las modificaciones constitucionales sobre el poder judicial en el sexenio de López Obrador. Todos festejarán el cambio de estilo, el respeto por las formas, la búsqueda del consenso, la disposición al diálogo, etc.
Incluso algunos cambios menores aderezarían aún más la ensalada. Por ejemplo, criterios un poco más restrictivos para ser candidato a la Suprema Corte; por ejemplo, una leve apertura en el método de proponer candidatos. Con eso habrá aún más columnistas que aplaudirán la seriedad, la propiedad, la buena disposición de la nueva presidenta. Recurrirán a calificativos como “serena”, o el advenimiento de “una nueva era”. Cito a Carlos Marín, en Milenio: “Que la del Poder Judicial sea discutida, con las barras de abogados, facultades de derecho, trabajadores del sector y los propios ministros, magistrados y jueces es la mejor noticia que pudo dar ayer Claudia Sheinbaum”.
Resulta obvio que en el fondo, todo esto carece de importancia, como de inmediato lo detectaría cualquier parlamentario recién desembarcado de Marte. Lo único que cuenta realmente, es si el poder judicial en México va a ser electo por el sufragio universal, es decir, nombrado por el gobierno del segundo piso de la 4T. Si esto acontece un poco antes o un poco después, con un par de comas o sin ellas, después de “una gran consulta” o no, es lo de menos. A menos de que lo que importe sean las formas, la suavidad, el carácter indoloro del doblaje, la inconsciencia de lo que cada abogado, legislador o académico tenga de lo que está padeciendo.
Sheinbaum entiende que en ocasiones, con la clase política, profesionista, editorialista e intelectual mexicana, ya sin hablar del empresariado, tantito atole vale más que incontables auditorías, acusaciones delirantes, e insultos constantes. ¿Cambio de piel, de estilo, o regreso a la más pura mexicanidad?