En las semanas y meses que vienen veremos surgir en México por lo menos algo de debate sobre si debemos revisar el lugar del país en la rivalidad cada día más aguda y conflictiva entre China y Estados Unidos. Habrá quienes planteen que el grado de integración que hemos alcanzado con Estados Unidos nos coloca en una posición de extrema debilidad, mientras que otros dirán que el advenimiento de la era de Trump muestra de manera palmaria los riesgos de alinearnos demasiado con el vecino del norte. El propio ingeniero Slim ha dicho que debemos fortalecer nuestras relaciones económicas con China. La tentación de alejarnos de Washington y acercarnos a Beijing, no sólo en lo geopolítico sino en materia económica, comercial, financiera, etcétera, va a ser cada vez más fuerte en México. Sería un grave error caer en no resistir a esa tentación.

Por dos razones, una de coyuntura y otra histórica. La actual es evidente: para Trump y Estados Unidos el desafío primordial es China, no cualquiera de las batallas colaterales que Trump pueda librar, con México, Canadá, Brasil, la Unión Europea, etcétera. Esta no es una posición exclusiva de Trump sino que forma parte de un creciente consenso norteamericano, pero Trump la agrava. El riesgo de estar tomando el partido de China en este pleito sería enorme con cualquier gobierno norteamericano, pero más aún con el de Trump. Es imposible saber hasta dónde llegará el enfrentamiento, pero no es descartable una crisis severa —por Taiwán, por propiedad intelectual, por comercio— entre las dos superpotencias durante el actual sexenio mexicano. No existe hipótesis alguna bajo la cual podríamos aspirar ya sea a un no alineamiento al estilo del Movimiento de los Países No Alineados de los años sesenta y setenta, ni mucho menos a volvernos socios de los chinos.

Pero la razón histórica también es trascendente. A pesar de muchos pataleos y berrinches, de gritos y sombrerazos, por lo menos desde hace un poco más de un siglo, México nunca ha tomado el partido de un verdadero adversario de Estados Unidos. En una especie de sabiduría intuitiva, distintos presidentes mexicanos han entendido que siendo vecinos de Estados Unidos la posibilidad de aliarse con un enemigo de ellos simplemente no existe. El primer ejemplo, conocido y descrito con precisión por Friedrich Katz, el famoso telegrama Zimmermann durante la Primera Guerra Mundial. Como se recordará, Alemania le propone a Venustiano Carranza una especie de alianza que, de prosperar y permitir la derrota de Estados Unidos, Francia e Inglaterra durante aquella conflagración, le permitiría a México recuperar buena parte del territorio perdido en 1847-1848. Carranza, sin necesariamente tener una visión geopolítica de gran sofisticación, muy atinadamente declinó la invitación.

A partir de 1920, y hasta la caída de la Unión Soviética en 1991, México nunca coqueteó realmente con Moscú. Establecimos relaciones diplomáticas, luego las rompimos, luego las reestablecimos, y existía todo tipo de ires y venires entre personeros del régimen soviético y mexicanos de izquierda, y no sólo de izquierda. Pero esto nunca pasó del folclor, es decir, el ballet Bolshoi en Bellas Artes y el ballet de Amalia Hernández en los principales teatros de la URSS. Cárdenas le dio la bienvenida al archienemigo de Stalin a finales de los años treinta, y nunca tomamos el partido de la URSS contra Estados Unidos durante la Guerra Fría. López Mateos apoyó incondicionalmente a Kennedy en la crisis del Caribe, de octubre de 1962, y nuestros lazos económicos, financieros, militares e incluso geopolíticos con Moscú nunca pasaron de la superficialidad. Es cierto que nos hicimos amiguitos de Cuba durante muchos años, pero siempre entendimos nosotros, al igual que los estadounidenses, que Cuba no era el adversario de Estados Unidos: el enemigo era Moscú.

A partir de la entrada de China a la OMC en 2001 —y fuimos el último país en aprobarlo—, varios sexenios mexicanos han entendido —de nuevo, probablemente de manera intuitiva— que podemos comerciar con China, ir de visita a Beijing y Shangái, podemos recibir a Hu Jintao y a Xi Jinping en México, pero no podemos colocarnos del lado de Beijing en la nueva guerra fría. Fox —al que prácticamente no le tocó la gran rivalidad—, Calderón, Peña Nieto y López Obrador, todos entendieron que el futuro económico de México se situaba en América del Norte, en el NAFTA y en el T-MEC, y en una relación cordial, diplomática, pero nada más, con China. Esto no correspondía a una predilección ideológica, a una afinidad por los gobiernos de Estados Unidos, ni tampoco con un complejo análisis de la geopolítica mundial. Partía de una comprobación elemental: 3,000 kilómetros de frontera con Estados Unidos

Por ello, será importante que la discusión se dé —aunque dudo que sea de manera generalizada— pero que no perdamos nunca de vista que, tanto por la coyuntura como por la historia, no tenemos más alternativa que la integración económica con Estados Unidos y dejar a un lado cualquier coqueteo no alineado que pueda surgir en tal o cual sector de Morena o del resto de la sociedad mexicana. Claudia Sheinbaum parece entenderlo igual de bien que sus predecesores y enhorabuena. Pero con todo lo que se nos viene encima de parte de Trump —aranceles, deportaciones, espionaje, intervenciones unilaterales contra los cárteles, reclamos por definiciones geopolíticas— es altamente probable que surjan voces sinófilas. No hay que escucharlas.

Excanciller de México

Únete a nuestro canal ¡EL UNIVERSAL ya está en Whatsapp!, desde tu dispositivo móvil entérate de las noticias más relevantes del día, artículos de opinión, entretenimiento, tendencias y más.

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Comentarios