Cada vez leo con mayor frecuencia comentarios de columnistas, economistas o analistas en general, cercanos a la 4T, y que manifiestan dudas sobre la viabilidad de lo que generosamente se podría llamar la estrategia económica, política y social del actual gobierno. Son autores inteligentes, con conocimiento de los temas que abordan, y fuertemente simpatizantes del gobierno anterior y de este mismo, y a la vez presos de un persistente desconcierto. Me refiero a gente como Jorge Zepeda Patterson, Carlos Pérez Ricart, Gerardo Esquivel y varios más. Guardo la impresión de que consideran a la vez indispensable la reconciliación de la 4T con el empresariado nacional y extranjero, y difícil, si no imposible, construir las condiciones políticas e incluso ideológico-retóricas para ello.

Entienden todos, como medio México, que la economía no crece, y que no crecerá porque la inversión no crece. La reticencia de los sectores de negocios nacionales e internacionales para comprometer nuevas inversiones y nuevos proyectos en México proviene de las reformas que se han realizado, o que están en puerta, del comportamiento del gobierno anterior y del actual, y del discurso presidencial que inevitablemente polariza, antagoniza, y en algunos casos hostiliza a empresarios y magnates, o a personalidades de la clase política o del mundo intelectual que de alguna manera conforman en términos muy etéreos lo que se puede llamar oposición.

En un mundo ideal, Claudia Sheinbaum podría contentar a su base —social, activista, “intelectual”— y al mismo tiempo ofrecerle a lo que antes se llamaba el capital o ahora se suele describir como los mercados, una política económica, regulatoria, fiscal, salarial e internacional que los mantuviera en la tranquilidad y la predisposición a invertir. Ese mundo ideal no parece ser alcanzable en el México de hoy. Ya se vio con López Obrador que invitar a los empresarios a Palacio, colectivamente o uno por uno, y hablarles bonito no basta para que inviertan. A Sheinbaum le sucede lo mismo. No obstante, la necesidad de convencerlos se vuelve más imperiosa, ya que resulta cada vez más evidente que la política social del régimen dejará de ser sostenible en algún momento si la economía no crece.

Este dilema no es privativo de México, ni del momento actual. Gobiernos que se presumían de izquierda en Europa durante los años ochenta —Mitterrand, Felipe González, parte del laborismo de Tony Blair, Mário Soares en Portugal— tuvieron tarde o temprano que optar entre complacer a su electorado, a sus militantes, a sus simpatizantes académico-periodísticos, o plegarse ante las realidades del mercado, de las restricciones europeas, o de la fuerza de sus empresariados.

En América Latina, desde principios de este siglo, se han producido procesos análogos. Gobiernos electos por votantes de izquierda, con una plataforma de izquierda, llegaron al poder y rápidamente se enfrentaron con resistencias agudas ante sus aspiraciones. Unos se plegaron a las realidades del mercado, del capitalismo, del empresariado, del entorno internacional: Lula en Brasil, Ricardo Lagos y Michelle Bachelet en Chile, el Frente Amplio en Uruguay, por ejemplo. Otros decidieron ir en contra de todas estas resistencias: Chávez en Venezuela, Correa en Ecuador, el peronismo, y en alguna medida Evo Morales en Bolivia.

Ninguna de estas vías fue perfecta. Pero la más prudente resultó ser más congruente con los verdaderos anhelos de los electorados y los gobernantes que la más radical. Es obvio que esta disyuntiva existe hoy en México también. No porque el gobierno de Sheinbaum ponga en práctica medidas expropiatorias o excesivas en materia salarial o fiscal, por ejemplo, pero sí porque su retórica, sus alianzas, sus reformas judicial, electoral, del amparo, etcétera, hostilizan de manera significativa a esos llamados mercados, o al capital, o a los empresarios. No sé cuándo llegue el punto de inflexión en esta tensión general, pero no puede tardar demasiado.

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