Es lógico que la clase política, la comentocracia y el propio gobierno se envuelvan en la bandera, aprestos a saltar desde algún balcón, ante las amenazas de Trump de clasificar a los cárteles mexicanos como organizaciones terroristas extranjeras o internacionales (Foreign Terrorist Organization o FTO). Primero, porque a todo el mundo en este país le encanta responder al magnate de Mar-a-Lago -ya es deporte nacional- y en segundo lugar, porque supuestas voces expertas advierten que con dicha medida, Washington dispondrá de la facultad jurídica para realizar operaciones de bombardeo, asesinato o secuestro dentro de México. Huelga decir que pocos se toman la molestia de indagar exactamente en qué consiste la ley que faculta todo eso. Basta decir que como se aplica a Al-Qaeda y a ISIS, y a ellos Estados Unidos los atacó fuera de su territorio y sin clemencia, ocurrirá lo mismo en México.
Todo el asunto proviene de la promulgación en 1996 de la Antiterrorism and Effective Death Penalty Act de 1996, en la estela de los atentados de Oklahoma City y del World Trade Center de Nueva York, y de la respuesta alarmista de Clinton a dichos acontecimientos. Conviene recordar que ambos atentados fueron perpetrados por ciudadanos o residentes norteamericanos. Esta ley se complementa con el apartado 219 de Immigration and Nationality Act, y posteriormente con el decreto ejecutivo de George W. Bush, del 23 de septiembre de 2001, que sobre todo le permite al Secretario del Tesoro designar a entidades o personas que apoyan a las FTO.
La ley inicial prevé que es ilegal que una persona en los Estados Unidos o sujeta a la jurisdicción de los Estados Unidos proporcione con conocimiento de causa asistencia material o recursos a una FTO. En segundo lugar, la ley estipula que representantes o miembros de una FTO, de ser extranjeros, son inadmisibles a Estados Unidos y en ciertos casos, pueden ser deportados. Por último, la ley dispone que cualquier institución financiera estadounidense que tenga conocimiento de que tiene posesión o control sobre fondos en los que una FTO o su agente tiene algún interés, deberá retener dichos fondos y reportarlos al Departamento del Tesoro.
En ninguna parte de los tres instrumentos jurídicos aplicables a nuestros cárteles existe mención alguna de cualquier principio de extra-territorialidad. No autoriza el uso de la fuerza para decomisar activos, para bombardear laboratorios o arsenales, para secuestrar o detener a capos (kingpins), o para lanzar misiles. Todo esto lo lleva a cabo Estados Unidos con gran frecuencia en otras partes del mundo, o bien de manera clandestina, o bien a través de particulares, o bien por la vía de los hechos. Invocan siempre el principio de the long arm of the law (el largo alcance de la ley), que puede considerarse como una manifestación implícita de la extraterritorialidad. En lo tocante a grupos como los mencionados, o Hezbollah o Hamas, o las FARC en Colombia, Washington requiere de otros elementos legales para proceder. Estos van desde una declaración de guerra del Congreso, hasta la War Powers Act o una resolución ad hoc aprobada por el legislativo como la que fue utilizada por Bush en la invasión de Irak y Afganistán (Authorization for Use of Military Force against Iraq Resolution), o la extensión de la misma en otros casos (Libia, Siria, Yemen, etc).
Para todos estos menesteres, la designación de los cárteles como FTO no le aporta gran cosa al ejecutivo norteamericano. Por esa razón, ante la presión de los republicanos desde hace tiempo, los gobiernos de Obama, el propio Trump y Biden optaron por no hacerlo. Trump utilizó la amenaza de la designación en 2019 para lograr que López Obrador aumentara la cooperación con Washington en materia de combate al crimen organizado, enviando a su procurador William Barr a México para ese propósito. El otro motivo por el cual los gobiernos recientes no han querido dar el paso radica en la reacción de los mexicanos. Han creído que cualquier gobierno de México se pondría medio histérico y eso solo dificultaría la cooperación.
Trump y sus colaboradores alegaron en 2019 que la simple amenaza de recorrer ese camino alentaría a López Obrador a aceptar varias exigencias estadounidenses. El Covid y el affair Cienfuegos impidieron que dicha tesis se corroborara. Seguramente Trump lo sigue pensando y por eso anunció ya su decisión. La presidencia en México dispone de un mes para complacerlo; de lo contrario, procederá.
Lo cual, insisto, no es tan grave. Le permitirá a Estados Unidos, negar visas, congelar cuentas, decomisar activos y amenazar con acusaciones de asociación delictuosa a personas dentro de Estados Unidos, que no necesariamente podrían ser acusados sin este procedimiento. No mucho más.
Puede ser que armar escándalo y recurrir al patrioterismo de siempre constituya la mejor respuesta. Trump lo pensaría entonces dos veces. O cabe en la fatalidad que despreciar el asunto y decirnos que al final se trata de una decisión interna de Estados Unidos que no nos afecta, por todas estas razones, resulte preferible. Pero para el segundo gobierno consecutivo que conduce la política exterior pensando únicamente en el consumo interno, una tal actitud se antoja inverosímil. Mejor la alharaca, la indignación, el llamado a las armas. Todo menos los datos.
Excanciller de México