Tula es una trabajadora del hogar, soltera y madre de dos niños pequeños. Vive en un desmonte más allá de Xochimilco. Para presentarse a su trabajo tiene que abordar tres medios de transporte cubriendo un trayecto de dos horas de ida y otras dos de vuelta. Se levanta a las 4:30 de la madrugada para poder presentarse entre 7:30 y 8:00; sale a las 16:00, para llegar a su casa alrededor de las 18:30. La madre de Tula, una señora de edad, se hace cargo de sus nietos durante la ausencia de su hija. No siempre puede atenderlos como es debido porque padece problemas de artritis que impiden su movilidad. A Tula, en los últimos cinco meses le han asaltados tres veces. Las dos primeras en el pesero cuya consecuencia fue el despido laboral al llegar tarde de manera reiterada a su trabajo. La última, más reciente, en una calle cercana a su colonia. Tula gana al día 300 pesos, toda vez que no puede quedarse la jornada completa. Gasta cada día en transporte unos 60 pesos, alrededor del 15% del salario diario. Vive con miedo no ya a los asaltos sino a perder otra vez el puesto de trabajo, al que se le suma el temor por sus hijos y por su madre impedida. Tula vive con miedo y trabaja atemorizada. Ante la posibilidad muy real de sufrir nueva violencia en la calle, tiene que aguantarse la incertidumbre en el momento de entrar a su casa. Tiene un teléfono celular que no usa desde hace tiempo porque no puede pagarlo o, porque pagarlo, implica que su familia se privará de algo más necesario.
Esta historia no es excepcional. La viven muchos mexicanos en muchos lugares de la República. Si las estancias infantiles estuvieran en funcionamiento, Tula no sufriría ni por sus hijos ni por su madre. De momento, además, no ha recibido las famosas ayudas a las que se había comprometido el Gobierno Federal que algo pueden paliar su situación. Tampoco es responsable del miedo que le atenaza cada vez que se sube a un medio de transporte público o transita por la calle. De ninguna de estas circunstancias es responsable Tula, pero las padece ante la indiferencia de los responsables, el Gobierno de la CDMX, que curiosamente no las sufren.
La existencia diaria se ha deteriorado a tal punto que lo cotidiano se ha vuelto excepcional: dirigirse tranquilamente al trabajo; no tener que cuidarse de quién anda delante, atrás y a los lados; quién se sienta o está parado en el Metrobús. Esta sensación de impotencia o de no saber a quién pedir ayuda es quizás lo más desgastante que experimenta Tula. Después del segundo asalto, recurrió a la delegación en que los policías no le prestaron ninguna atención. Es responsabilidad del gobierno capitalino garantizar la seguridad de sus ciudadanos, sin embargo no se ocupa en crear condiciones que permitan a Tula seguir con su trabajo, ni la atienden cuando denuncia la violencia de que ha sido objeto, ni encuentra comprensión de sus empleadores. Cuando llega a su casa, tampoco sus hijos son comprensivos con su larga ausencia, ni con la misma comida de todos los días; y su madre aprovecha su presencia para lamentarse. Tula está sola, completamente sola, aislada se diría. Para esta soledad no ha hecho nada, en todo caso nacer en donde ha nacido y vivir en donde vive. Mientras tanto, el Gobierno de la Ciudad de México promete planes y programas. Tula es joven, muy joven, pero está convencida de que su vida está cancelada.