Hacia 2006, aún joven, leí en Estados Unidos, con un inglés todavía chueco, el libro Dreams from My Father de Barack Obama. Me tocó fibras profundas, recrudeció mi ‘locura’, pues solo en tal condición se regresa tres veces a vivir al país más violento del mundo en los últimos 50 años.

En uno de los pasajes cruciales del libro, Obama evoca la encrucijada de su primer viaje a Kenia, en 1988, en busca de sus raíces. Aunque su padre le decía, antes de morir en 1982, que recordara que su sangre pertenecía a Kenia, Obama hijo no solo nació en Estados Unidos, sino que sentía que allí estaba su lucha.

Guardadas las proporciones del lustroso caso Obama, recreo dicho trance a propósito de la espiral de ingobernabilidad y violencia que envuelve a Colombia. De cómo la herencia que nos define nos persigue hasta la tumba y se ensaña con quienes nunca cruzamos el Rubicón de la identidad, porque siempre pertenecimos a la barbarie hecha patria.

Se rescata, sí, al menos, la dignidad de jamás haber claudicado en los principios y anticipar, en cámara lenta, cómo Colombia se deslizaba hacia el caos. Claro, si bien pronostiqué que, para desdicha del país, Gustavo Petro ganaría la elección de 2022, la tragedia no se circunscribe a los últimos tres años. De hecho, ahora es fácil decirlo, con un presidente demente, y drogadicto -según su propio excanciller-, y con un confeso drogadicto como ministro del Interior. Ni el guion más surrealista se habría atrevido.

Pero vaya el precio de aludir a aquellas escenas del malestar profundo de la sociedad colombiana. Cuando exaltaba la virtud de los gobiernos de Uribe (2002-2010) por su lucha antisubversiva, pero señalaba sus trapacerías, como la compra de su primera reelección o el uso de falsos testigos para montajes judiciales contra sus opositores. Léase, verbigracia, el caso alias Tasmania, nunca investigado.

O el costo de la intrepidez de apoyar las negociaciones de paz de Santos (2010-2018), pero advertir la exageración de las expectativas o el encubrimiento del narcotráfico en el componente de drogas del acuerdo. Otro anatema fue denunciar la corrupción de un partido, dizque anticorrupción, llamado Alianza Verde, del que se hablaba maravillas, aliado de Petro, y del que hoy se demuestra su corrupción estructural.

Para ser sinceros, no sabía a qué bestia me enfrentaba al emprender aquella lucha. Por ello, es inevitable cierta melancolía al recordar cuando pregunté a mi padre, en 2006, si creía conveniente que regresara -por segunda vez- y aspirara a un cargo de elección popular. Mi padre, un hombre que fue zapatero remendón y vivía con los bolsillos vacíos y el alma en pie, me dijo: “Mijo, siempre persigue tus sueños”. No le importaba que el estipendio mensual que le enviaba se viera afectado.

Y claro, por eso también horadaba el alma saber que no seguir las consignas del gobierno de turno o no rendirse a las crecientes hordas de la izquierda radical significaba condenarse a la marginación y la segregación profesional. Al final, muchos años después, en agosto de 2022, lo lograron al imponerme la censura, porque en Colombia el poeta debe ser ejecutado cuando dice la verdad.

Pero sí que me llevé una sorpresa al aterrizar en España. Toqué puertas de expertos, uno que otro ‘centro de pensamiento’, un partido político y hasta universidades. Les repetía que la crisis de Colombia era resultado de un país consumido por el narcotráfico, con metástasis de niveles intolerables de violencia y corrupción que destruyeron el tejido de confianza social. Me sorprendió no hallar interés alguno en entender la imbricación de ese fenómeno, en especial porque España resintió la ola migratoria colombiana entre 2000 y 2002, que continúa y podría agravarse.

Eso sí, había interés por conocer mis contactos, como si la falta de comprensión de las particularidades nacionales pudiera suplirse con las ‘buenas’ conexiones, lo que, al final, solo reproduce vicios. ¿De qué otro modo entender que los mismos muñidores, aliados del desastre del gobierno actual, sean recibidos en España con tapetes rojos y en juntas directivas, como si fueran adalides de la democracia?

Así, al final, la identidad nacional es tan poderosa que el exilio, aunque libere de la zozobra diaria del país que alguna vez te enorgullecía, pesa como una condena invisible. Siempre serás extranjero, arrastras una guerra impuesta, los ecos del caos nunca dejan de resonar y debes volcar esfuerzos en cultivar una especie de conocimiento inútil. Tal vez lo único que quede, además de los principios, sea elucubrar sobre tales paradojas desde el cuartucho del exilio, en un barrio madrileño plagado de históricos literatos españoles.

Analista político e internacional

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