Con todo el ruido mediático provocado por los cien días de Donald Tramposo y la muerte del Papa franciscano y jesuita, Putin puede seguir matando civiles en Ucrania, Netanyahu puede seguir su masacre en Gaza. Ciertamente, cuando el viernes 4 de abril un misil balístico ruso pegó en una zona residencial de la ciudad de Kryvyi Rih, 19 personas, entre las cuales 9 niños, perdieron la vida y eso fue noticia mediática, quizá por la presencia de los niños. Hasta Trump exclamó “¡Párale Vladímir!”. Y ya. Silencio. Era un hecho muy ordinario. Cada día en Ucrania los rusos matan civiles, pero Ucrania es bastante grande y eso ocurre por los cuatro extremos: no es noticia para las ocho columnas. Silencio. Entre estos muertos de cada día y los desaparecidos que descubrirán en el futuro en fosas comunes, Ucrania ha pagado y sigue pagando un alto tributo a la Parca.
Desde que Trump asumió el poder, la voz de los Estados Unidos ha cambiado radicalmente. Antes, una masacre como la de Kryvyi Rih hubiera provocado una fuerte condena. Ahora la embajadora estadounidense se lamenta hipócritamente: “Estoy horrorizada por el golpe de un misil balístico en un terreno de juego y un restaurante. Más de 50 personas han sido heridas y 16 muertas, de las cuales 6 niños. Por eso la guerra debe cesar”. No se sabe de dónde viene el misil, no se menciona a Rusia, sino a “la guerra” una entidad anónima, donde no hay agresor ni agredido. Bello ejemplo de duplicidad diplomática. No se podía pronunciar la palabra “ruso” para adjetivar al misil. Vino de la nada. No hay culpable. Como cuando la tierra tiembla.
No hay que atribuir toda la culpa a Trump. Toda la historia de las relaciones conflictivas entre Rusia y Ucrania ha recibido el mismo tratamiento eufemístico, minimizando los hechos, para no irritar a Moscú. Recuerdo que hace cuarenta años estaba prohibido llamar “imperio” al imperio soviético, no se debía mencionar que era el último “imperio colonial”; recientemente estaba prohibido declarar que la hambruna de 1932-1933 era un genocidio provocado por Stalin; en 2014, cuando Putin ocupó militarmente a Crimea y la anexó, cuando en seguida desató la guerra en el Donbás, no se hablaba de “guerra”, sino de la “crisis ucraniana”, que ni era crisis, ni era ucraniana. El principal beneficiario de estas manipulaciones lingüísticas siempre fue Moscú. Trump sigue en esta línea cuando le perdona todo a Putin y culpa de la guerra –ahora sí, es una guerra– a Volodymyr Zelensky.
Ahora Washington está cocinando “la mejor opción”, para Ucrania prevé la cesión oficial de Crimea a Rusia, un cese al fuego sobre la línea de frente actual (Rusia quedándose con las zonas ocupadas), sin garantía americana de una seguridad internacional firme para Kyiv –eso les tocaría a los europeos–. Trump quiere poner fin a la guerra para saciar su enorme apetito de hacer business as usual con los rusos. ¿Qué tiene que ver con una “paz justa y duradera?” “Las relaciones entre los pueblos no pueden pasarse de una base, de una regla inviolable, cuyo respeto para todos representa la salus publica, la suprema lex. En derecho público interno, esa base la constituye la ley garantizada por el Estado. En derecho internacional, no puede sino residir en el pacto garantizado por la fe recíproca invulnerable. Ningún otro principio, ninguna otra fuerza podrían asegurar la justicia, inspirar y regular las costumbres, dar estabilidad a la vida internacional, salvaguardar la civilización y constituir los fundamentos de sus progresos… El carácter sagrado de los pactos firmados… garantizados por las promesas recíprocas, tal es la condición de relaciones internacionales pacíficas”. Ese texto, más actual que nunca, escrito por el cardenal Pacelli y el Papa Pío XI, fue publicado el 16 de marzo de 1936, en L’Osservatore Romano, para denunciar la violación de los tratados internacionales cometida por Hitler, al militarizar la Renania nueve días antes.
Román Schwarzman, sobreviviente ucraniano del genocidio nazi, dice a sus 88 años: Putin intenta destruirnos como nación, como Hitler intentó destruir al pueblo judío. Entonces, Hitler quiso matarme porque era judío. Hoy, Putin intenta matarme porque soy ucraniano”.
Historiador en el CIDE