Pericles decía de los dirigentes que deben “saber qué es lo que hay que hacer y ser capaces de explicarlo; querer a su país y ser incorruptibles”. Más de 2,300 años después, sus palabras siguen válidas. Exitosos son los dirigentes capaces de pensar cual dirección debe tomar la sociedad y cuál debe ser su propio papel para ayudar la sociedad a pensarse en sí misma. Forman una élite que puede explicarse a sí misma a la sociedad, que es capaz de actuar a partir de las ideas que surgen de la definición de lo que hay que hacer y de su explicación franca y transparente. Es la gente que quiere edificar, levantar, construir, encontrándose con la vanguardia de la creación, de la innovación, tanto en la gestión del Estado como en la economía y en artes y ciencias. Quieren crear riqueza, en todos los dominios, para luchar contra la pobreza y las desigualdades. Si estos líderes públicos y privados ligan sus acciones a un profundo entendimiento de la condición y de los problemas de la sociedad, de la dirección por tomar y de los riesgos que eso representa, pueden tener éxito. Pero necesitan tener una mentalidad de luchador, de jugador, no de casinos en Las Vegas, sino de equipo deportivo. Estos pueden ganar y no necesitan ser populistas para lograr el estimo y la amistad del pueblo, de la nación. Es que tienen a su favor la fuerza de las ideas. “En una sociedad libre no reconocemos ninguna fuerza que no sea la fuerza de las ideas”, dijo un líder canadiense muy querido. Pericles no decía otra cosa.
¿Podemos juzgar lo que valen nuestras elites? No lo digo en el sentido terrorista jacobino que evoca a la guillotina. Teóricamente lo hacemos periódicamente a la hora de las elecciones, cada tres, cada seis años. No es suficiente y por eso es esencial la libertad de la crítica, la libertad de los críticos y el acceso a la información, toda la información, la transparencia. El problema es que ese ritmo trienal o sexenal no permite pensar en los grandes problemas nacionales y mucho menos trabajar por su solución. ¿Por qué? Porque se necesita una visión a largo plazo: basta con pensar en el problema del agua, del estrés hídrico, de la contaminación, de la educación y de la salud, por no hablar de la lucha contra el crimen organizado (o no organizado). Se necesita un esfuerzo público democrático para operaciones, programas a largo plazo.
Nuestros dirigentes, todos, sin diferencia de partido, se aíslan, consciente o inconscientemente. Como esos oficiales que, durante la guerra, pasan todo su tiempo en el Estado-Mayor, escrutando mapas, leyendo y redactando memos. No tienen tiempo para bajar a las trincheras. Nuestros dirigentes tampoco tienen tiempo para ver cuál es el efecto de sus acciones. Están demasiado preocupados por las próximas elecciones y por la grilla dentro y fuera del partido. Están siempre en campaña.
Por lo mismo no les interesa la política exterior que es un juego a largo, muy largo plazo, en función de factores geopolíticos. La diplomacia, esencial para la vida y la prosperidad de las naciones, implica asimilar un sinfín de factores para diseñar un proyecto de larga duración. Eso permite enfrentar crisis, muchas veces inesperadas, y evitar cometer graves y peligrosos errores. Una política exterior que no tome en consideración las posibles consecuencias de sus acciones puede ser desastrosa. Una política inteligente permite aprovechar ocasiones inesperadas, como el nearshoring, por ejemplo.
En ese campo, en los últimos años, más allá del sexenio que termina, México ha sido un amateur internacional. Somos una potencia mediana, de bastante peso, pero con un vecino que pesa mucho más. Como los canadienses, debemos tejer muy fino para no alejarnos demasiado del vecino estadounidense, para no acercarnos demasiado. Un juego muy complicado que puede funcionar solamente a largo plazo, tomando en cuenta tanto nuestros intereses como los intereses de los vecinos. Una vez más: pensar a largo plazo. La fuerza de las ideas.
Historiador en el CIDE