“Existe una pasión anticatólica. De ella se nutre toda la lucha contra el papismo, el jesuitismo y el clericalismo, que ha dominado varios siglos la historia europea con una gigantesca movilización de energías religiosas y políticas. No sólo fanáticos sectarios, también generaciones enteras de piadosos protestantes y de cristianos ortodoxos, han visto en Roma el Anticristo o la ramera babilónica del Apocalipsis. Esta imagen actuó, con su fuerza mítica, más profunda y poderosamente que cualquier cálculo económico. Sus consecuencias perduran”.

Jorge Mario Bergoglio, el papa Francisco, unió en su persona “el papismo” y el “jesuitismo” y ahora que ha muerto sobran las críticas contra su “política” y su persona, recalentando, por ejemplo, la falsa acusación de colaboración con la siniestra junta militar argentina hace medio siglo. Los noticieros, la prensa, las redes sociales se van siempre a lo más llamativo, espectacular, escandaloso. Parece, a veces, que la Iglesia católica es solo pederastia y abusos sexuales (¿y las otras iglesias, religiones, oficios, profesores y entrenadores, médicos y psicoanalistas, directores de cine y de artes?), opiniones y posturas ultramontanas y reaccionarias, para no mencionar cosas muchísimo peores de su historia. Se recomienda leer el último y notable libro de Javier Cercas, El loco de Dios en el fin del mundo, el loco siendo Francisco perseguido por “el loco sin Dios”, Javier, que lo acompaña al fin del mundo, durante el viaje a Mongolia, en 2023. Al loco sin Dios le preocupa el papel de lo espiritual en la vida humana, lo transcendente, el lugar en ella de la religión y el ansia de inmortalidad. Mientras que sus colegas periodistas prefieren entender la visita de Francisco a la minúscula comunidad católica mongola como un intento de acercamiento político a China.

El miedo ante el supuesto poder político del catolicismo siempre persiste en los más diversos niveles y grados. Basta leer la prensa de los últimos días cuando habla de los problemas financieros del Vaticano, de la “máquina papal”, este incomprensible e inmenso aparato administrativo y diplomático dirigido por personas que, por principio, no tienen familia. Escandalosa burocracia célibe. Denuncian que la “política católica no consiste sino en un oportunismo sin límites”. Yo diría “elasticidad” que, efectivamente, es asombrosa. Vean ustedes las especulaciones sin fin sobre si Bergoglio era de derecha (hasta ultraderecha) o de izquierda (hasta revolucionario), o… Y las especulaciones sobre la línea política de su sucesor.

“Algo de este polifacetismo y ambigüedad, la doble cara, la cabeza de Jano, la hermafrodita (como ha llamado Byron a Roma) puede explicarse fácilmente mediante paralelos políticos o sociológicos”. En efecto, todos los partidos, todos los movimientos, según el lugar y el momento, concluyen en alianzas sorprendentes. Con curiosa unanimidad, afirman que la Iglesia católica, como complejo histórico y aparato administrativo, es una monarquía absoluta con su Papa emperador. Por cierto, Max Weber señalaba la continuidad entre la Iglesia católica (romana) y el Imperio (romano). Se olvida lo que dijo, en vísperas del Concilio Vaticano II, Juan XXIII a Jules Isaac, el historiador francés, autor de Jesús e Israel: “Creen que la Iglesia es una monarquía absoluta, no saben que es un caos democrático”. En el seno de la Iglesia abundan las corrientes y grupos contradictorios: el vicepresidente de los Estados Unidos y el “Zar de la Migración” son dos católicos fundamentalistas estadounidenses radicalmente opuestos al Papa Francisco, cuando él condena la política agresiva del gobierno de Trump contra los migrantes. La Iglesia católica es, siempre ha sido la reunión (no la unión) de los contrarios: complexio oppositorum.

N. B. Varios lectores me piden más cifras sobre el papel mayor de los EU en el esfuerzo de guerra soviética de 1941 a 1945: 2 mil locomotoras con 12 mil carros y la mitad de los rieles, 33 por ciento de todos los vehículos, 18,200 aviones, 13 mil tanques, 38 mil máquinas-herramienta, 55 por ciento de aluminio, 80 por ciento de cobre y 57 por ciento de combustible usado por los aviones soviéticos.

Historiador en el CIDE

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