La Fiesta de los Toros (corrida) es un espectáculo originado por los romanos que se afianzó en España. Su primera prohibición en aquel país data de 1215 a través del Código de la Siete Partidas del monarca Alfonso X, “el Sabio”. La prohibición iba entonces dirigida al clero, para no asistir a este tipo eventos y a los no religiosos les prohibía sólo apostar en los toros. Así, las corridas de toros “eran una diversión permitida a los laicos (sin apuestas) pero prohibida a los clérigos por ser consideradas impropias”, según el académico Sánchez-Ocaña.
En México se heredaron los toros de los españoles y hay registros de que la primera corrida fue incluso en la plaza de Tenochtitlán en 1526. Pero muy pronto llegaron las prohibiciones. La primera en llegar a México fue del Pontífice Pío V en 1567. En su bula de Salute Gregis excomulgaba a todos los príncipes cristianos que celebrasen, en sus reinos, corridas de toros. Pero el rey de España, Felipe II, no hizo caso a esta bula papal y, por ende, tampoco le hizo caso en la Nueva España el virrey Luis de Velasco.
El siguiente Pontífice, Gregorio XIII, acotó en 1575 la prohibición sólo a los religiosos y que no hubiera corridas en días de fiesta cristianos. Pero el siguiente papá, Sixto V, volvería a generalizar la prohibición, hasta que Clemente VIII, en 1596, liberó de toda condena a los participantes en la fiesta taurina. Esta fue la última vez que la Iglesia católica trató de regular los toros. Pero en realidad, las prohibiciones, aunque aplicables a México, al ser un reino cristiano, no se implementaron pues las desoyeron en España.
La siguiente prohibición a los toros en México vino en 1867 por el presidente Benito Juárez, quien luego de fusilar al emperador Maximiliano, buscó verse culto y pacifista con el mundo. Fue esta la primera prohibición real que se aplicó en México y estaría vigente por 19 años. Fue una extraña prohibición, pues luego de tantas guerras e intervenciones, las arcas de la nación estaban sin dinero y los impuestos que se aplicaban a las corridas eran usados para obra pública, muy necesitada entonces. Pero con la Ley de Dotación del Fondo Municipal de México se prohibieron las corridas en todos los ayuntamientos y en el gobierno del Distrito Federal.
Fue hasta 1886, con Porfirio Díaz como presidente, a quien le gustaban muchos los toros, que el Congreso derogó la prohibición nacional y señaló que cada ayuntamiento daría, en su caso, la autorización necesaria, pero que 15% de las entradas de las corridas se destinaría “exclusivamente” a la obra pública. En el caso de la Ciudad de México se legisló que el dinero de las corridas se destinaría a su desagüe. La Ciudad se inundaba frecuentemente al estancarse la lluvia en su valle, al estar rodeado de montañas y no encontrar salida para el agua. El desagüe tardó una década en ser construido, pero las corridas salvaron a la ciudad de inundaciones y enfermedades.
Y no tardó en regresar la prohibición. En 1916, en plena Revolución, Venustiano Carranza prohibió por decreto las corridas en el Distrito Federal, por “considerarlo un espectáculo bárbaro y frívolo en tiempos en los que el país estaba en guerra civil”, según una reseña de la Secretaría de Cultura. La prohibición no duró mucho, pero no está claro cuándo fue levantada.
Eso hasta que en 2021 la Asamblea Legislativa de la CDMX aprobó la Ley de Protección a los Animales. Respecto a esta ley se obtuvieron amparos federales que permitieron seguir con las corridas hasta que 1) la reforma a la Constitución federal (2024) prohibió el maltrato animal, y esta reforma combinada con 2) una iniciativa de la jefa de Gobierno, Clara Brugada, que fue aprobada prácticamente por unanimidad para tener corridas de toros sin violencia, y apenas se publique en los siguientes días llegaremos a otra época prohibicionista.
Las corridas de toros en la CDMX han sido prohibidas por pontífices, presidentes y revolucionarios. Pero estas se han ido y regresado. Falta ver si la 4T les da la “estocada” final, pero parece improbable. Es una “fiesta” cruel, pero con arraigo cultural y económico.
Si los gobernantes y legisladores fueran congruentes, también hubieran prohibido las peleas de gallos en la CDMX, al igual que otros espectáculos terribles con animales, como los que hacen los rarámuris, en Chihuahua, con el “gallo enterrado” o el “gato correlón”.
Pero, al parecer, hay un doble rasero si la tradición es nacional o importada, lo que a todas luces es discriminatorio, pero sobre todo deja ver que lo que menos les importa a los políticos son los animales. Por ello, buscando alguna buena causa, como lo fue el desagüe en el siglo XIX, es probable que la fiesta taurina regrese, aunque mi preferencia es por no violentar a ningún animal.
X: @JTejado