Tienen razón —y mucha— las voces lúcidas que han expuesto con claridad las razones para no acudir a las urnas en estas elecciones judiciales. Yo mismo he expresado, de forma clara y pública, mi oposición a este delirante experimento. Porque esto no es una reforma judicial: es un plan para purgar, capturar y obradorizar a la judicatura. No es una democratización de la justicia, sino un paso decidido —y quizá definitivo— hacia un modelo autoritario. No es una elección libre e informada, sino un proceso donde el voto oscilará entre el acarreo y el azar. No estamos, para decirlo pronto, frente a una elección auténticamente democrática.

Hay razones de sobra para no votar. Y muchas de ellas son, además, profundamente honorables. En este contexto, abstenerse no es necesariamente apatía; también puede ser una forma de protesta. Una manera de no convalidar una farsa que empezó mal, siguió peor y que, pese a todo, apenas es el preludio de un desastre mayor. Basta ver el caos de estas semanas: la improvisación de las autoridades, la incapacidad para garantizar mínimos que ya eran estándares consolidados en elecciones anteriores, la aparición de un mercado negro de financiamiento donde se ha infiltrado de todo —desde sindicatos corporativos hasta redes del crimen organizado—, así como la lamentable calidad de la mayoría de las campañas, que no han servido ni para informar ni para deliberar.

Pero si todo esto ya resulta alarmante, lo que viene es aún más preocupante. Tendremos una Suprema Corte dominada por Morena, que —como ya ocurre con el Tribunal Electoral— comenzará a operar al servicio del poder. A los demás tribunales llegarán, quizá, algunos perfiles valiosos; pero también muchos otros marcados por la improvisación o, peor aún, por la ineptitud y la corrupción. Y no pasará mucho tiempo antes de que comiencen a brotar, como hongos tras la tormenta, los vínculos inconfesables que la brevedad y la opacidad del proceso electoral impidieron revelar. Lo peor es, precisamente, que lo peor aún no comienza.

Si he de ser completamente honesto, sólo me queda una duda. Porque una cosa me resulta clara: esta elección será un fracaso en términos de participación. No alcanzaremos ni siquiera el 40% que suele registrarse en las elecciones legislativas intermedias, aunque aquí se elige algo igual o más importante: nada menos que la mitad —en realidad, un poco más— de uno de los tres poderes federales, además de buena parte de los poderes judiciales locales. También se desmoronará la narrativa oficialista que quiso caracterizar esta elección como una demanda popular. Según esa versión, los 35 millones de votos que recibió Claudia Sheinbaum incluían un mandato claro e inequívoco para elegir a personas juezas, magistradas y ministras. Pero si ese mandato era tan ferviente, tan urgente, tan contundente… ¿por qué tantas y tantos de esos 35 millones se quedarán en casa?

Mi duda es otra y es sincera: ¿qué esperamos que ocurra el día después de la elección? ¿Que el oficialismo reconozca el fracaso de la reforma judicial? ¿Que una oposición debilitada y desorientada logre, ahora sí, capitalizar el descalabro de la mayor apuesta del obradorismo? ¿Que, como ocurrió tras la elección de López Portillo —cuando no hubo más que un candidato en la boleta—, el nuevo partido hegemónico decida, por iniciativa propia, abrir un proceso de apertura? ¿Que, si nos quedamos en casa protestando —con toda la razón del mundo—, se geste poco a poco una contrarreforma que revierta esta regresión autoritaria? Con franqueza, y lo digo con respeto, me parece que la verdadera ingenuidad no está en ir a votar, sino en creer que este régimen se desmantelará por el mero hecho de que tengamos la razón.

Porque quizá el escenario contrario sea incluso más probable. Porque es casi un hecho que el oficialismo presentará como un triunfo la participación, por más raquítica que resulte. Porque, como ocurrió en el sexenio pasado —y como ha vuelto a ocurrir en este—, Claudia Sheinbaum no reconocerá error alguno. Porque, como anticipa la más elemental aritmética parlamentaria, lo más probable es que la reforma constitucional que dio origen a este experimento aberrante se mantenga esencialmente intacta, al menos durante los próximos cinco años. Y porque, si llegan nuevas reformas a nivel legislativo, es más probable que profundicen el daño en lugar de corregirlo: para que Morena concentre aún más poder, para excluir del proceso a cualquier perfil medianamente independiente, para someter aún más al poder judicial.

Creo, honestamente, que si algún día aspiramos a revertir o limitar esta aberración constitucional, la ruta debe ser otra. Debe ser pacífica, institucional y estratégica. Quienes creemos en la democracia constitucional, en la limitación del poder, en la independencia judicial, debemos dar la batalla en todos los frentes. Porque hemos perdido mucho, pero aún podemos perder más. Porque si la transición a la democracia se construyó luchando, organizándonos y participando, lo mismo aplica para enfrentar la regresión democrática.

Por eso, así como respeto profundamente a quienes han decidido protestar no votando, también reconozco el coraje de quienes han optado por dar esta batalla en las urnas. Porque sí: es muy probable que la movilización de Morena le alcance para imponerse en la Suprema Corte (SCJN), el Tribunal de Disciplina (TDJ) y el Tribunal Electoral (TEPJF). Pero también es posible que la desorganización oficialista limite su efectividad en otros niveles. En algunos de los cargos inferiores de la jerarquía judicial —tribunales colegiados y juzgados de distrito— podría haber resultados cerrados, margen para la sorpresa, espacios donde unos cuantos votos hagan la diferencia entre los peores perfiles y los mejores —o, al menos, los menos malos—.

Por eso, quizá, también debamos reconocer el valor de quienes, con lucidez y sin falsas ilusiones, han decidido participar. Porque, a menos que tengamos ya trazado un plan para que una nueva mayoría calificada borre del texto constitucional esta reforma regresiva, lo más probable es que tengamos que aprender a vivir —y a luchar— con elecciones judiciales. Quizá durante algunos años. Quizá durante una generación. Quizá, incluso, durante el resto de nuestras vidas. Ojalá —y lo digo con toda convicción— que no sea así. Ojalá logremos construir, más temprano que tarde, un modelo de designación que garantice competencia técnica, independencia política y compromiso social. Pero si eso no ocurre, si el modelo llegó para quedarse un buen rato, entonces quizá convenga empezar a hacer algo más… que simplemente no hacer nada.

Javier Martín Reyes. Investigador en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM y en el Centro para Estados Unidos y México del Instituto Baker. X: .

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