Hay cosas en las que nunca nos pondremos de acuerdo. Las discusiones jurídicas y constitucionales parecen ser uno de esos casos. Desde hace siglos, juristas de todo el mundo debatimos sobre cuál debe ser el papel de la judicatura frente a los otros poderes; cómo deben interpretarse las constituciones, las leyes y los reglamentos; si los tribunales deben tener el poder de invalidar actos y normas, y una larga lista de etcéteras. Por eso resulta tan notable que la reforma judicial impulsada por López Obrador y Sheinbaum haya logrado lo que parecía casi imposible: poner a prácticamente toda jurista y todo jurista respetable en su contra. Otro milagro de la Cuarta Transformación. La reforma judicial unió a quienes históricamente han discrepado: ya casi nadie la defiende.

Pienso, por ejemplo, en teóricos del derecho y constitucionalistas tan reputados como Luigi Ferrajoli, Manuel Atienza o Juan Antonio García Amado. Cualquier persona informada sabe que estos autores tienen diferencias profundas sobre cuestiones fundamentales: sobre la naturaleza de los derechos y del Derecho, sobre cómo debe interpretarse la ley, sobre cómo deben decidirse los casos en los tribunales. Y, sin embargo, todos y cada uno de ellos han expresado críticas demoledoras al disparate que implica la reforma Sheinbaum-Obrador. Atienza ha dicho que “con la reforma judicial, México ha dejado de ser un Estado de derecho”; García Amado, su némesis intelectual, ha sugerido que quienes ganen las elecciones serán poco más que delegados y siervos del gobierno. Los grandes adversarios coinciden en que la reforma mexicana es un despropósito. Y cuando los adversarios más acérrimos coinciden, la alarma debería ser general.

Pienso, además, en Roberto Gargarella. Roberto es, sin duda alguna, un pensador de izquierda, formado —como él mismo reconoce— bajo la tutoría de los marxistas analíticos que defendían un “marxismo sin tonterías”. Es un teórico del derecho que ha criticado con rigor y contundencia el statu quo, el elitismo judicial, la forma en que se han construido los poderes judiciales. Gargarella no es un neoliberal, ni un conservador, ni un elitista que desprecia a las mayorías —todo lo contrario—. Y, sin embargo, ha sido uno de los más contundentes críticos de la reforma judicial.

Esta misma semana vio la luz el libro , que coordiné con mi colega y amigo Saúl López Noriega y se puede descargar gratuitamente tanto en como en . Tuvimos la fortuna de que justamente Roberto Gargarella escribiera el prólogo. Se trata de un texto que no tiene desperdicio y que deja claro qué piensa de esa reforma que, según la presidenta Claudia Sheinbaum, hará que México sea “”. Roberto no se anda con rodeos: la reforma Obrador-Sheinbaum es “una de las mayores tragedias institucionales de nuestro tiempo”. Y remata: “decir que el Poder Judicial debe ser democratizado, como sinónimo de ‘debe ser electo popularmente’, resulta insultante, en términos democráticos”. Llamar democrática a esta reforma es un insulto a la democracia.

Y es que, a estas alturas, debería estar claro que la reforma judicial habla de “democratizar” al poder judicial, pero en realidad hace lo contrario: concentrar aún más el poder. La reforma no fue hecha para tener un sistema de justicia más accesible, más abierto al diálogo o más independiente. Fue, por el contrario, una reforma para purgar, capturar y debilitar al poder judicial. Y las consecuencias, como muestra el resto de los capítulos de La tormenta judicial, serán brutales. La reforma no democratiza: centraliza, subordina y destruye.

Xisca Pou muestra, por ejemplo, que las elecciones en México no son comparables con las de Estados Unidos, y que la reforma Obrador-Sheinbaum generará enormes riesgos para la democracia mexicana. Guadalupe Salmorán demuestra que el nuevo modelo hará que las personas juzgadoras no solo puedan ser influenciadas por partidos, sino que queden subordinadas a ellos. Andrea Pozas y Julio Ríos desmenuzan cómo se destruirá la carrera judicial, uno de los pocos servicios profesionales que funcionaban en México. Alfonso Oñate, por su parte, advierte sobre el riesgo de que el funcionamiento del Tribunal de Disciplina Judicial derive en prácticas inquisitoriales. Y, por si fuera poco, todos estos defectos del modelo federal se han replicado —casi al calca— en las entidades federativas, como alegamos Sául y yo en otro capítulo.

Incluso en sus detalles más técnicos, la reforma es profundamente dañina. Sergio López Ayllón muestra cómo las reglas para sustituir jueces desvirtúan cualquier supuesto espíritu democrático. José María Lujambio explica cómo la prohibición de suspensiones y amparos con efectos generales implicará un retroceso en derechos humanos. Omar Hernández y Mariana Velasco dejan claro que eliminar las salas producirá una justicia más lenta y menos deliberativa, cuyas consecuencias recaerán, como siempre, sobre las personas más vulnerables. María Amparo Hernández Chog Cuy alerta sobre cómo el nuevo sistema de precedentes agravará los riesgos ya existentes. La letra chica de la reforma no mejora nada; lo agrava todo.

Peor aún, la reforma judicial es apenas una pieza de un proyecto mucho más amplio. Daniel Quintanilla muestra cómo las reformas obradoristas están configurando un nuevo Estado, uno en el que el poder punitivo y militar tienen menos controles. No en balde la reforma introdujo —entre otras linduras— figuras tan violatorias de derechos como los jueces sin rostro, que con tino analiza Rodrigo Brito. La reforma judicial, hay que insistir, es una pieza fundamental, pero solo una pieza más, de un diseño autoritario, autocrático y militarista más amplio.

Quizá por eso casi todas y todos los juristas comprometidos con la democracia y el constitucionalismo estamos de acuerdo. Porque aunque tenemos diferencias teóricas, ideológicas y morales, entendemos lo evidente: esta no fue una reforma para mejorar el sistema; fue una reforma para destruirlo. Podremos discrepar en mucho, pero no en esto: esta reforma es indefendible.

Lo peor es que lo peor aún no comienza. Es cierto: ya empezamos a sentir sus efectos más nocivos, como el absurdo método para definir a quiénes elegiremos —tema que desarrolla Alonso Zepeda—. Pero lo verdaderamente devastador está por venir. La tormenta ya se formó, pero todavía no ha tocado tierra. Y cuando lo haga, ojalá no haya espacio para la ingenuidad ni refugio para la indiferencia.

Javier Martín Reyes. Investigador en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM y en el Centro para Estados Unidos y México del Instituto Baker. X: .

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