Alfonso Ramírez Cuéllar —una figura histórica de la izquierda mexicana y uno de los diputados más cercanos a la presidenta Sheinbaum— presentó una iniciativa para cambiar la fecha de la revocación de mandato. A simple vista, parece un ajuste menor. Pero, bien mirada, es una reforma de consecuencias enormes y que exhibe una irresponsabilidad difícil de exagerar. Para dimensionar su alcance conviene entender tres cosas: i) cómo funciona hoy la revocación, ii) qué busca modificar Ramírez Cuéllar y iii) qué ocurriría si se aprueba.
Comencemos por lo básico: la revocación de mandato, hoy, es facilísima de activar y casi imposible que produzca efectos reales. La Constitución establece una barrera relativamente baja para convocarla: basta con que el 3% del padrón electoral —unos 3 millones de personas— la solicite y que, además, en 17 entidades federativas se alcance igualmente un 3%. Morena y aliados, con la maquinaria de movilización más poderosa del país, podrían cumplir con esos requisitos fácilmente.
Pero que sea sencillo convocarla no significa que pueda tener algún efecto relevante. Hoy es prácticamente imposible que la revocación tenga consecuencias reales. La razón es doble. Primero, la Constitución exige una participación mínima del 40% del electorado para que el proceso sea “válido”. Segundo, obliga a que la revocación ocurra hasta el cuarto año de gobierno y “en fecha no coincidente con las jornadas electorales, federal o locales”.
Para decirlo de forma sencilla: para revocar a la presidenta Sheinbaum habría primero que movilizar a más de 40 millones de personas en una fecha sin elecciones federales ni locales, y luego lograr que más de la mitad (esto es, más de 20 millones) voten a favor de la revocación. Hoy eso es poco más que ciencia ficción. Baste recordar que Andrés Manuel López Obrador —con su enorme poder de movilización y violando sin pudor la Constitución y la ley electoral— apenas logró una participación superior al 17% en su propia revocación.
Por eso, el cambio propuesto por Ramírez Cuéllar, aunque parezca menor, puede cambiarlo todo. El diputado —muy posiblemente con el visto bueno de la presidenta— propone adelantar la revocación para que se realice “el mismo día y durante la jornada electoral correspondiente a las elecciones ordinarias intermedias para elegir diputadas y diputados al Congreso de la Unión”.
Si eso se aprueba, México entraría a un territorio completamente inexplorado: por primera vez, una revocación de mandato podría ser válida y producir la destitución de una presidencia. Y es que la participación en las intermedias federales, donde se elige a la Cámara de Diputados y a miles de cargos locales, suele rondar precisamente el 40%.
Ignoro cuáles sean los cálculos políticos detrás de esta iniciativa. Quizá las principales figuras del claudismo crean que es buena idea poner a una presidenta sumamente popular —según encuestas serias, Sheinbaum ronda el 70%— en la boleta y, de paso, burlar las restricciones del artículo 134 constitucional, que prohíbe a los funcionarios públicos usar recursos para “influir en la equidad de la competencia entre los partidos políticos”. Tal vez se trata de amarrar el futuro del oficialismo al arrastre de Sheinbaum, o de aumentar su capacidad de control interno. Francamente, no lo sé.
Lo que sí sé es que es una apuesta temeraria y un acto de profunda irresponsabilidad. Porque, con las reglas actuales del artículo 84 —que la iniciativa no toca ni con el pétalo de una coma— si se revoca a Sheinbaum, no será la ciudadanía quien decida a la persona que concluirá el periodo presidencial. Son todas las senadoras y diputados federales, actuando como “colegio electoral”. Dicho de manera clara: el país podría quedar en manos de personajes como Adán Augusto López, Gerardo Fernández Noroña, Ricardo Monreal o Pedro Haces.
No alcanzo a entender por qué a Ramírez Cuéllar le parece sensato abrir esa puerta. Pero sí tengo claro que, en este momento, las prioridades electorales del país son otras. Antes que distraernos con ocurrencias que buscan constitucionalizar la intervención gubernamental o hacer grilla interna vía reformas constitucionales, donde de verdad nos jugamos el futuro del país es en la reforma electoral. Ahí se decidirá si México sigue siendo una democracia imperfecta —pero democracia al fin— o si nos subimos a un tren bala, sin frenos ni escalas, rumbo a la autocracia electoral.
Investigador en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM y en el Centro para Estados Unidos y México del Instituto Baker.

