El Senado aprobó esta semana la reforma propuesta por la presidenta Claudia Sheinbaum, que supuestamente busca combatir el nepotismo. Fue avalada en lo general por unanimidad (127 votos), algo realmente inusual en estos tiempos polarizados. Hubo, sin embargo, un punto que sí generó debate: ¿a partir de cuándo deberá aplicarse? La presidenta proponía que entrara en vigor en 2027, pero Morena y sus aliados legislativos decidieron postergarla hasta 2030. Seguramente, dentro de la aristocracia obradorista, hubo aplausos y brindis. Hágase el combate al nepotismo… en los parientes de mis sucesores.
El aplazamiento no es despreciable. De entrada, beneficia a figuras como Félix Salgado (padre de Evelyn Salgado, gobernadora de Guerrero), Saúl Monreal (hermano de David Monreal, gobernador de Zacatecas) y a una larga lista de familiares, parejas y nepobabies de la Cuarta Transformación. Pero el problema no es solo el retraso: desde una perspectiva más amplia, la reforma en sí misma es un curita ineficaz para un sistema que necesita una cirugía mayor.
Primero, la reforma tiene un alcance limitadísimo. Solo aplica a cargos de elección popular en los poderes legislativos y ejecutivos: presidencia de la República, gubernaturas, ayuntamientos, alcaldías y legislaturas federales y locales. No obstante, deja intacta la inmensa mayoría de los cargos públicos. Un dato: según el INEGI, en 2023 había más de cuatro millones —sí, cuatro millones— de personas adscritas a las administraciones públicas federal y locales. La reforma no toca a los espacios más amplios y más importantes en los que florece y prevalece el nepotismo. Se trata de un cambio constitucional que toca los centavos pero se olvida de los pesos.
Segundo, la reforma no ataca el problema de raíz. El nepotismo es posible porque los mecanismos de elección y selección de servidores públicos están diseñados para privilegiar relaciones personales y políticas. En el caso de los cargos de elección popular, el problema son los partidos políticos. No es intrínsecamente malo que dos o más miembros de una familia se dediquen a la política y busquen el voto ciudadano. El problema es que muchas candidaturas no son el resultado de procesos democráticos, sino de lazos familiares y lealtades electorales.
Por eso, las candidaturas acaban en manos de amigos, compadres y familiares de las cúpulas partidistas. Porque en México, la democracia interna de los partidos políticos es ciencia ficción. Y esta reforma, por supuesto, no los toca ni con el pétalo de un artículo transitorio.
Algo similar ocurre con la mayoría de los cargos administrativos. Con contadas excepciones —como el Servicio Exterior Mexicano o el Servicio Profesional Nacional Electoral— en México no existen servicios civiles de carrera dignos de ese nombre. Lo sabemos bien: cada sexenio, a nivel federal y local, hay borrón y cuenta nueva, sobre todo en los puestos mejor pagados. De nuevo: los cargos no se asignan por mérito, experiencia o capacidad, sino por lealtades políticas y personales.
Así que más vale no engañarnos: esta reforma es más retórica que estructural. No solo habrá que esperar hasta 2030 para verla en acción, sino que, cuando llegue el día, su impacto será marginal. Es un ejemplo perfecto de ese fetichismo jurídico que tanto ha permeado en nuestra cultura constitucional: que todo cambie para que (casi) todo siga igual.
La reforma verdaderamente trascendental —y peligrosísima— es otra: la que cambia las reglas de la reelección. Esa sí es una pieza clave en el proyecto autoritario para construir un nuevo partido hegemónico. Pero ya habrá tiempo en este espacio para analizarla a fondo. Por ahora, basta decir que esta supuesta cruzada contra el nepotismo es más humo que fondo.
Javier Martín Reyes. Investigador en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM y en el Centro para Estados Unidos y México del Instituto Baker. X: @jmartinreyes.