Ayer el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) tomó una decisión que ensuciará —todavía más— un proceso electoral que ya venía plagado de irregularidades. Por mayoría de tres votos —sí, los mismos tres votos de siempre— la Sala Superior abrió la puerta para que el gobierno federal, los gobiernos estatales y “las personas servidoras públicas en general” promuevan abiertamente las elecciones judiciales. Es un precedente sin precedente en la justicia electoral, que viola de forma directa las reglas constitucionales que garantizan una contienda equitativa y que tendrá consecuencias nefastas, no sólo para esta elección, sino para todas las que vengan.
Empecemos por lo más elemental. La Constitución mexicana establece límites muy claros para impedir que las autoridades —desde la presidencia de la República hasta los niveles más básicos del aparato público— interfieran en las elecciones. Por eso, el artículo 134 establece enfáticamente que todas las personas servidoras públicas “tienen en todo tiempo la obligación de aplicar con imparcialidad los recursos públicos que están bajo su responsabilidad, sin influir en la equidad de la competencia entre los partidos políticos”. La lógica es sencilla: ningún recurso —ni dinero, ni vehículos, ni tiempo laboral, ni nada— debe usarse para cargar los dados en favor de nadie. En México, la imparcialidad no es un buen deseo, es un mandato constitucional.
La misma lógica está detrás de la regla general contenida en el artículo 41 constitucional, que ordena lo siguiente: “Durante el tiempo que comprendan las campañas electorales federales y locales y hasta la conclusión de la respectiva jornada comicial, deberá suspenderse la difusión en los medios de comunicación social de toda propaganda gubernamental”. El texto no deja lugar a dudas: durante ese periodo no puede haber ningún tipo de propaganda gubernamental en medios de comunicación social. En elecciones legislativas o ejecutivas, el propósito es evidente: evitar que los actos de propaganda oficial terminen funcionando como un respaldo velado —pero efectivo— a quienes compiten por un cargo de elección popular.
Ninguna de estas normas fue tocada por la reforma judicial propuesta por el expresidente López Obrador. Y habría sido absurdo que lo fueran: fue precisamente el obradorismo el que —con toda razón— denunció en 2006 la intervención ilegal del entonces presidente Vicente Fox y la manipulación de las condiciones de equidad en aquella elección presidencial. No se entiende el texto actual de los artículos 41 y 134 sin las exigencias de aquel movimiento que hoy está en el poder. Pero sucede que lo que ayer era una causa justa del obradorismo opositor hoy es solo un estorbo incómodo para el obradorismo gobernante.
Pero la reforma judicial no sólo dejó intactas esas normas: también introdujo nuevas reglas diseñadas para reforzar la equidad en las elecciones judiciales. El artículo 506 de la ley electoral (LGIPE), aprobado por Morena y sus aliados, lo dice con toda claridad: “[q]ueda prohibido el uso de recursos públicos para fines de promoción y propaganda relacionados con los procesos de elección de personas integrantes del Poder Judicial”. Es una disposición que no hace sino reafirmar los principios constitucionales exigidos históricamente por el propio movimiento obradorista. El obradorismo no entiende, o no quiere entender, que prohibido es prohibido, sobre todo si fue el obradorismo mismo quien aprobó esa prohibición.
Pero —para sorpresa de absolutamente nadie— las y los políticos de Morena no están dispuestos a obedecer ni siquiera las normas que ellos mismos aprobaron. Así que impugnaron un acuerdo del INE que, en línea con la Constitución, había determinado que sólo esa autoridad podía promover el proceso electoral judicial. A diferencia de otras, se trató de una decisión sensata, congruente y legal.
Y —para sorpresa de absolutamente nadie— la Sala Superior del TEPJF les dio la razón. Modificó el acuerdo del INE para permitir que la Presidencia, el Congreso, las gubernaturas, los congresos locales y “las personas servidoras públicas en general” puedan promover activamente las elecciones judiciales. Más allá de las vergonzosas fallas argumentativas de la sentencia —como la forma en que retuercen el principio de legalidad o inventan excepciones inexistentes en la Constitución— lo que queda claro es que el Tribunal ya no actúa como un órgano imparcial de justicia. Cuando las disposiciones constitucionales les estorban, las reinterpretan o las reescriben hasta que dejan de hacerlo.
Así funciona el Tribunal del Bienestar. Un tribunal incómodo para la Constitución, incómodo para la independencia judicial, incómodo para el sentido común. Pero eso sí: un tribunal muy cómodo para el poder en turno.
Javier Martín Reyes. Investigador en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM y en el Centro para Estados Unidos y México del Instituto Baker. X: @jmartinreyes.