Si Morena y aliados no pierden el control del Congreso, la nueva Corte se parecerá mucho a la vieja Corte del régimen priista: capturada, servil y politizada
¿Podemos esperar algo de la “nueva” Suprema Corte? Esa es la pregunta que ha dominado el debate jurídico durante los últimos días. Y no es una pregunta trivial. La nueva integración no solo es producto de una reforma profundamente regresiva que buscó eliminar a la judicatura como contrapeso, sino que todos y cada uno de sus integrantes —sin excepción— fueron electos gracias a la ilegal movilización que estuvo detrás de los acordeones. En un contexto así, las dudas sobre si la Corte podrá jugar un papel relevante en el sistema constitucional no son retóricas: son serias y relevantes.
Por eso llama la atención lo que ha dicho el nuevo presidente de la Suprema Corte, Hugo Aguilar Ortiz. En una reciente entrevista, Aguilar abordó uno de los temas más espinosos en México y en el mundo: si los tribunales pueden o no revisar reformas constitucionales.
Hace apenas unos meses, esa cuestión estuvo en el centro del debate público. Como sabemos, contra la reforma judicial se presentó un alud de impugnaciones, incluidas acciones de inconstitucionalidad donde los partidos opositores alegaban que la Corte sí podía revisar y revertir reformas constitucionales.
En ese contexto, el ministro González Alcántara Carrancó presentó un proyecto sólido, bien construido, en el que argumentó que la Suprema Corte sí podía revisar reformas constitucionales. Pero el voto en contra del ministro Pérez Dayán, quien se plegó al bloque de las ministras oficialistas, fue el que finalmente sepultó al poder judicial.
Pese a todo, en su momento el oficialismo reaccionó con furia. La presidenta Claudia Sheinbaum advirtió que, si la Corte invalidaba la reforma judicial, estaría “violando la Constitución” y “sobrepasándose de sus funciones”, porque ocho ministros no podían “ir en contra de un pueblo de milloneles y millones de votos, por ahí de 36 millones”.
Para blindarse, Morena impulsó otra reforma: la mal llamada de “supremacía constitucional”. En realidad, era un cheque en blanco que pretendía que el legislativo pudiera constitucionalizar cualquier violación a los derechos humanos. Hoy, el artículo 105 de la Constitución lo dice claramente: “[s]on improcedentes las controversias constitucionales o acciones de inconstitucionalidad que tengan por objeto controvertir las adiciones o reformas a esta Constitución”.
Con ese antecedente, resultan sorprendentes las palabras de Aguilar. Ante la pregunta de Fernanda Caso sobre si las reformas constitucionales son revisables, respondió: “Si nosotros aspiramos a que los derechos humanos sean el parámetro real, verdadero de la construcción de una sociedad —y creo, estoy convencido de que así debe ser— deberían ser revisables”.
¿Qué significa eso? Que si Aguilar es congruente con sus palabras, hubiera votado con González Alcántara en favor de revisar la reforma judicial. Que si es consistente, deberá votar algún día contra la prisión preventiva oficiosa, porque es una figura flagrantemente contraria a los derechos humanos. Que si es sincero, la reforma de “supremacía constitucional” no debería ser un obstáculo para que la Corte examine reformas a la propia Constitución.
El riesgo, sin embargo, está en confundir las palabras con los hechos. Incluso si Aguilar cree lo que dijo, es poco probable que esas convicciones jurídicas se traduzcan en decisiones judiciales. Lo mismo aplica para otros integrantes de la nueva Corte, como Giovanni Figueroa Mejía, que por su trayectoria podrían tener posturas más sólidas e independientes. De otros, como Lenia Batres, ni vale la pena esperar: más que jueces constitucionales son militantes del oficialismo.
La razón para ser pesimistas es política y estructural. La independencia judicial no florece en el vacío: depende de condiciones políticas mínimas. Durante décadas, ni la Suprema Corte (SCJN) ni el Tribunal Electoral (TEPJF) rara vez se atrevieron a decidir en contra del PRI. El riesgo era demasiado alto: juicios políticos, desafueros, reformas constitucionales a modo.
Todo cambió cuando cambió el equilibrio político. Los tribunales comenzaron a ser más independientes cuando el PRI perdió la Cámara de Diputados en 1997, cuando Fox ganó la presidencia en 2000, cuando empezamos a vivir bajo gobiernos divididos. La mecánica es clara: cuanto más fragmentado el poder político, menores los riesgos para los jueces.
Hoy sucede lo contrario. Con Morena y aliados controlando la mayoría calificada, las posibilidades de que la nueva Corte muestre independencia son mínimas. No será un órgano monolítico —habrá seguramente diferencias personales y de filosofía judicial entre sus integrantes—, pero difícilmente veremos sentencias que incomoden al gobierno.
La conclusión es tan clara como problemática: la única salida es electoral. Si aspiramos a que la Corte o al menos algunos de sus integrantes vuelvan a ser un contrapeso, es indispensable que el bloque oficialista pierda la mayoría calificada. Y eso pasa por dos condiciones: una oposición creíble, con liderazgos fuertes y alternativas claras; y elecciones limpias, donde existan condiciones mínimas de competencia.
Por eso la próxima reforma electoral es la madre de todas las batallas que vienen para quienes creemos en la democracia constitucional. Morena quiere una reforma para quedarse en el poder: para ganar por las buenas o para no perder por las malas. Si no se logra preservar la cancha mínima de competencia, no habrá Corte independiente posible. Ni esta ni ninguna otra.
Porque si Morena y aliados no pierden el control del Congreso, la “nueva” Suprema Corte se parecerá demasiado a la vieja Corte del régimen priista: capturada, servil y politizada.
Javier Martín Reyes. Investigador en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM y en el Centro para Estados Unidos y México del Instituto Baker. X: @jmartinreyes.