En tiempos de cinismo y sumisión, eligió la decencia y la fidelidad a la Constitución
El pasado lunes, la magistrada Janine Otálora hizo algo que, en cualquier democracia funcional, sería absolutamente innecesario: anunció que dejará su cargo al concluir el periodo para el que fue designada. Nueve años, ni un día más. En México, sin embargo, esa obviedad suena a milagro. Porque en la Sala Superior del Tribunal Electoral (TEPJF), donde las mayorías sirven al poder en turno y las sentencias se cotizan al mejor postor, cumplir la Constitución se ha vuelto una rareza. De los siete integrantes nombrados en 2016, solo ella se irá cuando debe irse. Los demás se han quedado más allá del periodo para el que rindieron protesta. Y es precisamente esa lógica perversa —en la que las ampliaciones de mandato se usan como burdos sobornos judiciales— la que explica tanto el origen de la degradación del tribunal como la dignidad de Otálora: mientras el sistema se pudre por dentro, ella eligió no mancharse.
Hagamos un poco de memoria. La putrefacción de la actual integración de la Sala Superior —la de 2016 a la fecha— comenzó desde el momento mismo de su nombramiento. Desde la reforma electoral de 2007-2008, la Constitución dispuso que la renovación del tribunal debía ser escalonada: cada tres años y coincidente con las elecciones federales. Por eso, en 2008 se estableció que, a partir de la designación de 2016, se aplicaría ese esquema: dos magistrados serían nombrados por tres años, dos por seis y tres por nueve. Así, cada tres años habría una renovación parcial que permitiría alcanzar un objetivo tan elemental como imprescindible: equilibrar renovación y experiencia.
Eso establecían la Constitución y la ley. Y, en un primer momento, parecía que los órganos encargados del proceso cumplirían con esos mandatos. La Suprema Corte abrió la convocatoria, evaluó a las y los aspirantes y formuló sus propuestas. Luego, el Senado —entonces dominado por el PRI, el PAN y el PRD— realizó las designaciones conforme al diseño constitucional: Indalfer Infante y José Luis Vargas por tres años; Felipe Fuentes y Reyes Rodríguez por seis; y Felipe de la Mata, Mónica Soto y Janine Otálora por nueve. Llegaron algunos perfiles cuestionables y quedaron fuera algunos de los mejores candidatos, como suele ocurrir en los procesos políticos. Pero, al final, parecía que estábamos ante una decisión legítima, apegada al texto y al espíritu del escalonamiento. Por un breve instante, el Tribunal Electoral pareció iniciar una nueva etapa bajo el signo de la constitucionalidad. Ese instante, pronto lo sabríamos, sería efímero.
Y es que, incapaces de ponerse de acuerdo sobre cómo repartirse las rebanadas del pastel, los senadores del PRI, el PAN y el PRD idearon una jugada tan políticamente astuta como constitucionalmente aberrante: hacer más grande el pastel. Aunque los magistrados ya habían rendido protesta, mediante una reforma legal —conocida después como la infame “Ley de Cuates”— ampliaron el mandato de cuatro de ellos. Así, Infante y Vargas pasaron de tres a siete años; Fuentes y Rodríguez, de seis a ocho. Más años para las cuotas, más tiempo para los cuates. La lógica política era transparente: el PRI, el PAN y el PRD se adelantaron a Morena, que para entonces ya era partido con registro, pero aún sin representación en el Senado. Con esa maniobra, lograron excluirlo de las designaciones que debían realizarse en 2019 y 2022.
La reforma fue impugnada, como era previsible, por Morena, entonces encabezado por López Obrador. Y, en un acto de congruencia y altura política, Alejandra Barrales —presidenta del PRD en ese momento— también acudió a la Corte para combatir el despropósito. Había razones de sobra para invalidar una norma que lo violaba todo: el escalonamiento constitucional, el proceso de designación, la prohibición de leyes privativas y las más elementales garantías de independencia judicial. Y, sin embargo, solo cinco de los once ministros de la Corte —honor a quien honor: Alfredo Gutiérrez Ortiz Mena, José Ramón Cossío, Fernando Franco, Arturo Zaldívar y Norma Piña— estuvieron a la altura y votaron por anular la reforma. Los otros seis, con el voto último de Alberto Pérez Dayán, prefirieron convalidar la trampa. Los artífices de aquella jugada —Emilio Gamboa (PRI), Roberto Gil (PAN) y Miguel Barbosa (PRD)— seguramente celebraron su éxito. Pero la felicidad les duró poco: menos de dos años, para ser más precisos.
Lo que vino después de la ampliación es por todos conocido: la Sala Superior fue degradándose, poco a poco, hasta convertirse en un siervo del poder en turno. Tras la “Ley de Cuates”, el tribunal le cumplió al PRI y al PAN. Por eso echó abajo los lineamientos de “cancha pareja”, por eso se negó a anular la elección de Coahuila —aunque el PRI había rebasado de forma evidente el tope de gastos de campaña— y por eso subió a El Bronco a la boleta, bajo la ingenua creencia de que restaría votos a López Obrador. Luego, tras el aplastante triunfo de Morena en 2018, la Sala Superior cambió de amo, pero no de conducta: siguió siendo fiel al poder. Hubo, es cierto, algunos destellos de independencia —en especial durante la presidencia de Reyes Rodríguez—, pero fueron excepciones en un largo proceso de creciente subordinación. Con el tiempo, el tribunal terminó por convertirse en el brazo jurídico de Morena, una correa de transmisión de los intereses del oficialismo. Hoy, cualquiera que siga mínimamente la política mexicana lo sabe: en el Tribunal Electoral del Bienestar, la grilla vence al derecho y el cálculo político derrota, una y otra vez, a la razón jurídica.
Y fue precisamente por eso —por su servilismo al poder— que las y los magistrados de la Sala Superior fueron premiados con una segunda ampliación de mandato. Esta vez no fue obra del PRI, el PAN o el PRD, sino de Morena, el mismo partido que en 2016 había condenado —con toda razón— la llamada Ley de Cuates. Tras los resultados de 2024, Morena y sus aliados necesitaban que el Tribunal Electoral convalidara el fraude a la Constitución de la sobrerrepresentación, con el que buscaban apropiarse de casi tres cuartas partes de la Cámara de Diputados, pese a haber obtenido poco más de la mitad de los votos. Y así fue: el oficialismo ofreció un soborno judicial tan burdo como eficaz. Si la Sala Superior avalaba la sobrerrepresentación, el Congreso aprobaría la reforma judicial que ampliaba nuevamente sus mandatos, ahora hasta 2027, en abierta violación del límite de nueve años que impone la Constitución.
Y, para sorpresa de nadie, el Tribunal Electoral avaló la farsa. Así se consumó el pacto perfecto entre corrupción y obediencia: el régimen obtuvo la validación de su mayoría artificial y, los magistrados, la garantía de su permanencia inconstitucional. En medio de ese lodazal, una sola figura eligió la decencia sobre la sumisión, la legalidad sobre la conveniencia, la Constitución sobre el poder. Se llama Janine Madeline Otálora Malassis.
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En unos días, Janine Otálora dejará la Sala Superior, pero su legado permanecerá. Podrá discreparse de algunas de sus decisiones, pero es innegable que deja tras de sí un largo camino de votos, razonamientos y sentencias que honran a la Constitución y a la justicia electoral. Si alguien busca una sola pieza para comprender la magnitud de su integridad, bastaría leer su voto particular en el caso que avaló el fraude a la Constitución (SUP-REC-3505/2024 y acumulados). Ahí están condensados, en un solo documento, su rigor técnico, su lucidez jurídica y su humildad jurisdiccional. Supo defender la Constitución cuando hacerlo significaba quedarse sola. Supo reconocer el error cuando los demás preferían justificar la infamia. En tiempos en que sobran jueces complacientes y escasean jueces constitucionales, su ausencia pesará. Porque en un tribunal que olvidó su razón de ser, Janine Otálora recordó —con su palabra y con su ejemplo— que la dignidad no se vende por un decreto: se ejerce hasta el último día.
Javier Martín Reyes. Investigador en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM y en el Centro para Estados Unidos y México del Instituto Baker. X: @jmartinreyes.






