Que la Suprema Corte ha muerto como contrapeso es un hecho; la duda es cuántos derechos arrasará en el camino

Javier Martín Reyes

Leo el proyecto de sentencia elaborado por el ministro Juan Luis González Alcántara Carrancá, en el que propone declarar inconstitucionales varios artículos de la Ley General de Salud que prohíben el consumo de ciertos hongos alucinógenos (amparo en revisión 374/2020). El asunto es relevante no sólo porque podría abrir la puerta —al amparo del libre desarrollo de la personalidad— para que las personas consuman estas sustancias, sino también por todo lo que revela sobre el incierto futuro de la Suprema Corte. Me explico.

La primera gran incógnita es si este asunto, como tantos otros, podrá resolverse antes de que entre en funciones la nueva integración de la Suprema Corte, es decir, la que fue electa en las recientes elecciones judiciales. Hoy la Corte arrastra una lista abrumadora de asuntos pendientes —varios de ellos importantísimos— que, si no se resuelven en las próximas semanas, podrían quedarse meses o años en el cajón. No es exageración: si no se resuelven ahora, solo Zeús sabrá cuándo lo serán.

Y es que, entre sus muchas aberraciones, (hasta ahora integradas por cinco ministras y ministros). Y eso no es poca cosa. Hoy por hoy, las salas son el corazón de la Corte. Son ellas las que resuelven la mayoría de los casos, con mayor velocidad y eficiencia. Y son ellas las que resuelven los juicios y recursos en materia de amparo: el mecanismo que cualquier persona puede usar para defender sus derechos. La destrucción de las salas es, en buena medida, un auténtico sabotaje a la capacidad de la Corte para incidir directamente en la justicia cotidiana.

La reforma, por malicia o capricho, desapareció esas salas y estableció que la Corte sólo funcionará en Pleno, ahora con nueve integrantes. A diferencia de las salas, el Pleno es un órgano lento, torpe y mal diseñado para resolver la totalidad de casos que llegan y llegarán al máximo tribunal. Su dinámica está hecha para deliberaciones excepcionales, no para resolver el día a día de una justicia ya de por sí sobrecargada. El Pleno puede ser solemne, pero es profundamente ineficiente. Y eso, para la defensa de los derechos, es puro veneno.

¿Cómo piensa la Corte enfrentar el alud de asuntos que ya tiene —y los que vendrán— si solo podrá sesionar en Pleno? Nadie lo sabe. Y lo más alarmante es que, en medio del caos institucional, los nuevos integrantes del tribunal parecen más interesados en si deben usar toga o sesionar fuera de la Ciudad de México, que en evitar el posible colapso que se avecina. ¿Qué más da si usan toga, si lo que está en juego es la (ir)relevancia de la Corte? ¿De qué sirven las giras, si lo que colapsa es la capacidad de la Corte para defender (aunque sea algunos) derechos humanos?

Y lo peor es que, aunque sabemos que la nueva Corte no será un contrapeso real —difícilmente se atreverá a invalidar las leyes y decisiones que interesen al régimen—, aún podríamos perder mucho más. La devastación podría ser profunda. Desde el —clave para evitar leyes aprobadas al vapor o de menera opaca— hasta regresiones brutales en materia de derechos humanos.

Vuelvo al proyecto de González Alcántara. Más allá de que, como en todo proyecto, se puedan discutir sus argumentos, es un ejemplo claro de cómo ha evolucionado la Corte en las últimas tres décadas. Antes de la reforma de 1994, que la empoderó, hubiera sido impensable leer documentos como este: que buscan ser claros y razonados; que incorporan al razonamiento jurídico los datos que aporta la evidencia científica y el derecho comparado; y que intentan aplicar metodologías para resolver conflictos entre derechos, como el test de proporcionalidad. Este tipo de argumentos constitucionales, frutos de años de evolución jurisprudencial, podrían estar en peligro de extinción.

Ese es otro de los grandes peligros de la reforma judicial: que una Corte integrada por personas con escasa experiencia jurisdiccional, sin especialización en derecho constitucional y sin equipos técnicamente sólidos, termine por destruir avances que tomaron décadas en construirse. No por mala fe, necesariamente, sino quizá por mera incompetencia. Y es que, en política judicial, un borrón y cuenta nueva puede ser —literalmente— un suicidio jurisprudencial.

Por eso, aunque la Corte ya ha muerto como contrapeso, debemos seguir observándola con atención. Porque aún hay muchos derechos que podrían ser desmontados, poco a poco, por la vía jurisprudencial. Porque, aunque ya perdimos mucho, todavía queda mucho más en juego —y mucho más que el derecho a consumir hongos alucinógenos—. Ignorar lo que hará la nueva Corte sería un error imperdonable. Porque si no reaccionamos a tiempo, cuando lleguen los retrocesos será demasiado tarde para evitarlos. Y entonces, ya no quedará otra cosa que lamentarlos.

Javier Martín Reyes. Investigador en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM y en el Centro para Estados Unidos y México del Instituto Baker. X:

Únete a nuestro canal ¡EL UNIVERSAL ya está en Whatsapp!, desde tu dispositivo móvil entérate de las noticias más relevantes del día, artículos de opinión, entretenimiento, tendencias y más.

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Comentarios