Es difícil encontrar en la ciencia mexicana a alguien con peor reputación que José Antonio Romero Tellaeche, ese académico que —pese a todo— sigue despachando como director general del CIDE. De él se ha dicho de todo: que es un académico mediocre, un director espurio, un funcionario abusivo y un administrador incompetente. Confieso que durante años repetí, con toda convicción, esos calificativos. Hoy, sin embargo, debo admitir que me equivoqué al considerar solo sus vicios. Romero Tellaeche es un genio. Incomprendido, sí, pero genio al fin. Y ahora que un nuevo escándalo vuelve a poner su nombre en los titulares, por elemental ética me siento obligado a rendirle homenaje.

No hay mayor distinción para un economista que recibir el Premio Nobel de Economía —o, si queremos ponernos muy precisos, el Premio del Banco de Suecia en Ciencias Económicas en memoria de Alfred Nobel. Cada año, el gremio económico aguarda con ansias el anuncio de quién lo obtendrá. Muchos aspiran; pocos lo logran. Ningún mexicano ha llegado ahí. Pero José Antonio Romero Tellaeche consiguió algo que, en justicia, merece reconocimiento: publicar un artículo académico con ideas dignas de un Nobel.

En el artículo titulado “La herencia del experimento neoliberal”, Romero Tellaeche reflexionó sesuda y elocuentemente sobre el nacionalismo. Así, sostuvo que la “doble actitud hacia el nacionalismo japonés es una característica generalizada del pensamiento indio”. Añadió, además, que existe “un rostro enormemente atractivo del nacionalismo” y que es “importante resaltar que el papel positivo del nacionalismo no tiene que influir sólo en quienes resultan ser víctimas de la dominación extranjera y de las indignidades relacionadas impuestas a una nación sometida”.

Alguien podría cuestionar mi afirmación de que las anteriores líneas son dignas de un Premio Nobel. Pues bien: para las mentes incrédulas o malintencionadas que aún duden de lo que Romero es capaz, convendría que consultaran el artículo titulado “¿El nacionalismo es una bendición o una maldición?” (esta y todas las traducciones son cortesía del traductor de Google).

En ese artículo —escrito nada más y nada menos que por Amartya Sen, profesor de la Universidad de Harvard y galardonado con el Premio Nobel de Economía en 1998— también se reflexiona sobre el nacionalismo. Ahí se afirma que la “actitud dual hacia el nacionalismo japonés es una característica generalizada del pensamiento indio”. Añade, además, que existe “una cara enormemente atractiva del nacionalismo” y que es “importante ver que el papel positivo del nacionalismo no debe influir sólo en aquellos que son víctimas de la dominación extranjera y de las indignidades conexas impuestas a una nación sometida”.

Quienes tengan la curiosidad de comparar ambos textos descubrirán que, más allá de los matices propios de toda traducción, las ideas de Romero Tellaeche y Amartya Sen no son simplemente parecidas: son idénticas. Esa identidad podría atribuirse a un milagro intelectual —dos economistas llegando, al mismo tiempo, a las mismas formulaciones, casi con las mismas palabras, sin haberse leído jamás—. O quizá la explicación es mucho más sencilla, casi obvia: se trata de un burdo plagio.

Y es que tanto las fechas como una nota al pie permiten entender lo que realmente pasó. El artículo de Sen fue publicado en 2008, en el Semanario Económico y Político, mientras que el de Romero se publicó más de una década después, en 2020, en El Trimestre Económico. Lo que muy probablemente hizo Romero fue, simple y sencillamente, copiar, traducir y pegar párrafos completos de Sen y presentarlos como si fueran de él. Romero incluye una engañosa y delatora nota al pie que dice que una sección de su artículo “está basada en Sen”, pero cualquier persona razonable puede ver lo evidente: el artículo no está “basado” en Sen; es un plagio de Sen.

Después del plagio a Sen, durante algún tiempo, Romero se salió con la suya. Su artículo se publicó y todo parece indicar que nadie advirtió el plagio. Pero luego tuvo la mala suerte de que las cosas cambiaran. Fue designado director interino del CIDE y, después —en un procedimiento que violó el Estatuto General del CIDE—, impuesto de manera definitiva en el cargo. A partir de ahí comenzó a exhibir su autoritarismo y su incompetencia: destituyó a la Dra. Catherine Andrews como Secretaria Académica acusándola de “rebeldía”, cuando ella simplemente pretendía cumplir con la normativa; impulsó una reforma a los Estatutos que violó abiertamente el procedimiento de reforma; descalificó a las alumnas y alumnos del CIDE, acusándolos de ser “esponjas” sin criterio propio; y protagonizó una larga lista de despropósitos conocidos por la comunidad del CIDE y documentados por los medios de comunicación.

Eventualmente, Romero Tellaeche fue denunciado ante el Comité de Ética del CIDE por el plagio a Sen y a otros autores en dos artículos. Y, en una resolución que no deja lugar a dudas, el Comité concluyó que el “doctor José Antonio Romero Tellaeche incurrió en una falta a la ética en los dos artículos académicos de su autoría presentados por la parte denunciante, misma que consistió en la presentación intencional de ideas ajenas como propias y sin dar el crédito debido a las fuentes utilizadas”. De acuerdo con el propio Comité, esta conducta “configura un plagio según la definición del artículo 4º, fracción I, del Código de Ética del CIDE”, que establecía que se “considerará plagio toda presentación intencional o no intencional de ideas ajenas como propias”.

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El infame nombre de Romero Tellaeche ha regresado a la conversación pública por una demanda que raya en el absurdo. A este impresentable le pareció oportuno demandar a la Dra. Catherine Andrews y a El Universal por expresiones que, según él, habrían afectado su “honor, reputación y prestigio profesional”. En particular, Romero se refiere a una nota de El Universal que documenta algunos de sus plagios y en la que la Dra. Andrews afirma que ese caso es “muy burdo, de corte y pega”. Dicho de otro modo: Romero los demanda por documentar un hecho verídico y por decir la verdad.

En condiciones ordinarias, la demanda de Romero Tellaeche debería estar destinada al fracaso. Y es que, desde hace años, los tribunales mexicanos —y los de otros países— han establecido que, tratándose de servidores públicos como Romero, una demanda de esta naturaleza solo puede prosperar si: i) se demuestra que la información es falsa y ii) se acredita el estándar de “malicia expresa”, es decir, que la opinión se emitió con conocimiento de su falsedad o con un “desprecio imprudente” sobre si era falsa o no. En este caso, es evidente que la demanda carece por completo de mérito: El Universal y la Dra. Andrews simplemente informaron y comentaron hechos que son verídicos y que pueden ser constatados por cualquier persona decente.

Pero mal haríamos en ignorar dos cosas. Primero, que no estamos en tiempos ordinarios. Después de la reforma judicial, ya no hay garantías de que seremos juzgados con imparcialidad. No en balde este tipo de amenazas se ha incrementado. Así lo dijo, con elocuencia brutal, Beatriz Gutiérrez Müller cuando amenazó con demandar al diario español ABC por publicar una nota de evidente relevancia pública, justo cuando estaba por entrar en funciones el Poder Judicial del Bienestar: “Una buena: entrará en funciones el nuevo Poder Judicial y está la opción real de denunciarlos y que se haga justicia”.

La segunda es que, hay que admitirlo, Romero es un genio. Fue nombrado de manera irregular… y ahí sigue. Cometió actos abiertamente arbitrarios… y ahí sigue. Exhibió su incompetencia sin pudor… y ahí sigue. Se ganó el desprecio de profesoras, profesores y estudiantes… y ahí sigue. El hombre, digámoslo con todas sus letras, es un genio: no cualquiera sobrevive —y hasta es premiado— en un cargo académico con antecedentes que, en cualquier institución seria, implicarían su inmediata salida.

Y no solo eso. Romero ha logrado mantenerse tanto en el sexenio de López Obrador —un político ajeno a la academia y a sus estándares— como en el actual, encabezado por una presidenta como Claudia Sheinbaum, que conoce y ha formado parte de la comunidad científica del país, y por una secretaria de Ciencia tan reputada como Rosaura Ruiz. Que haya sobrevivido a ambos entornos no es poca cosa. Es, en sí mismo, un prodigio.

Cierto: Romero es un pillo impresentable. Pero es un impresentable con una inmunidad política digna de Adán Augusto. Y eso —más que su plagio, su arbitrariedad o su incompetencia— es lo que debería escandalizarnos.

Javier Martín Reyes. Investigador en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM y en el Centro para Estados Unidos y México del Instituto Baker. X: @jmartinreyes.

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