Como resultado de los efectos de la pandemia, primero, y de la guerra en Ucrania y las tensiones entre China y diversos países avanzados, posteriormente, se ha observado a nivel mundial una gran preocupación sobre dónde deben ubicar las empresas manufactureras sus centros de operación para evitar afectaciones severas a sus cadenas productivas como las observadas en los últimos años. De esta forma, se ha incentivado la formación de bloques de producción con países con intereses afines y con una cercanía geográfica que minimice los riesgos. A este fenómeno se le ha denominado “nearshoring”.
México es uno de los principales beneficiarios potenciales de esta tendencia. Su cercanía con el mayor mercado del mundo, su acceso a este mercado en condiciones preferenciales en virtud de la existencia de un tratado de libre comercio para América del Norte (TMEC), la existencia de una amplia red de acuerdos comerciales con otros países, y el elevado grado de integración de la industria manufacturera mexicana con la estadounidense, ubican a México en una situación privilegiada para beneficiarse de esas corrientes de inversión.
Bajo estas circunstancias, el “nearshoring” y sus posibles implicaciones para México se han convertido en un tema de moda. Prácticamente todos los días se difunden referencias sobre los beneficios que esto acarreará a nuestro país. No es raro escuchar comentarios de políticos o de representantes del sector privado, en el sentido de que ante la avalancha de inversiones que resultará del “nearshoring”, la economía mexicana registrará tasas de crecimiento anual elevadas (4% o incluso más).
Es indudable que el “nearshoring” representa una oportunidad de gran valor para nuestro país. Sin embargo, también es cierto que se necesita ponderar su potencial con realismo, tanto para tener conciencia de la magnitud de los beneficios a los que puede dar lugar, como para determinar lo que nosotros tenemos que hacer para que esos beneficios se hagan realidad. Al respecto, vale la pena hacer algunas reflexiones.
En primer lugar, aunque el “nearshoring” es una buena noticia para México, no lo es para la economía mundial. La segregación de esta última en bloques como resultado de factores de tipo político o de otra índole, significa que los flujos de capital y de comercio no se distribuyen con base en criterios de eficiencia. ¿La implicación? Presiones a la baja sobre la productividad que tarde o temprano incidirán en el PIB global. Considerando el elevado grado de apertura de la economía mexicana a las transacciones con el resto del mundo, es lógico esperar que los beneficios del “nearshoring” para nuestro país se verían atenuados en cierta medida por un menor crecimiento económico mundial.
Otro aspecto que es importante considerar es que, a diferencia de acuerdos como el TMEC, el “nearshoring” no representa un compromiso institucional de largo plazo, negociado por un conjunto de países, sujeto a objetivos mutuamente acordados, a reglas de operación, a mecanismos para la solución de disputas, etc. Esto tiene al menos dos implicaciones. Por una parte, al carecer de la certidumbre que proporciona este tipo de entramados institucionales, los incentivos para la inversión son menores. Por la otra, al no estar orientado a un “club” específico de países, el potencial de competidores es mayor.
Tampoco debemos olvidar que sería ingenuo suponer que el crecimiento potencial del país se va a ver modificado de manera significativa por un factor aislado. Para lograr un objetivo de esta naturaleza, se requiere de un programa amplio de políticas en diversos sectores clave. Procede señalar a manera de ejemplo, que el sólido crecimiento de la productividad y del PIB per cápita en México durante los años noventa, no fue resultado de una medida aislada, como el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, sino de un conjunto de acciones estructurales enfocadas en incrementar la eficiencia de la economía.
Y lo peor es que el problema en México hoy en día va más allá de diseñar un programa económico que sume fuerzas con el “nearshoring” para incrementar el crecimiento potencial. Ni siquiera se están tomando las acciones indispensables para que maximizar los efectos del “nearshoring” sea viable. Una y otra vez veo los mismos comentarios de analistas, empresarios y organismos internacionales: las corrientes de inversión que producirá el “nearshoring” se verán reducidas en ausencia de una infraestructura adecuada, del acceso a agua y a energía (sobre todo limpia), de reglas del juego claras, de un estado de derecho vigoroso, de mayor seguridad, etc.
Es cierto que el “nearshoring” está provocando un incremento de la actividad económica en algunas partes de nuestra frontera norte. Sin embargo, hasta la fecha no existe evidencia de que esto esté teniendo repercusiones de relevancia a nivel nacional. Procede señalar por ejemplo que la inversión extranjera directa (IED) en México a principios de este año se explica en un 90% por reinversión de utilidades, no por flujos nuevos, y que los analistas del sector privado encuestados por el Banco de México proyectan que el monto total de IED en nuestro país para 2023 y 2024 será similar al observado en 2022 (alrededor de 36 mil millones de dólares).
Con estas reflexiones en mente, me parece obvio que las expectativas de muchos sobre el impacto del “nearshoring” en el crecimiento económico de México son exageradas. Según algunos cálculos menos optimistas, el efecto en el crecimiento potencial podría ser de 0.5% anual, lo que en mi opinión lo aumentaría a menos de 2.5%. Y aun esto supone que las autoridades mexicanas tomarán las medidas requeridas para maximizar los beneficios de esta oportunidad. La verdad es no se ve que vayan a empezar pronto. ¿El riesgo? Las bondades del “nearshoring” se pueden convertir en una fantasía. Otra más.