La visita de Janet Yellen, Secretaria del Tesoro de los Estados Unidos, a China la semana pasada, con el fin de tender puentes de comunicación y aliviar las tensiones entre los dos países, pone de manifiesto uno de los principales efectos colaterales de la pandemia de COVID-19 y, particularmente, de la guerra en Ucrania y de las tensiones tanto económicas como políticas entre China y Estados Unidos: su impacto adverso sobre la globalización.

La globalización, entendida como el flujo transfronterizo de bienes, servicios, capital, tecnología y personas, ha producido numerosos beneficios para la población de nuestro planeta. La mayor integración de la economía mundial ha fomentado un sólido crecimiento de los flujos de comercio y financieros, que ha permitido incrementar la inversión y la transferencia de tecnología, reducir los costos para los consumidores, multiplicar las transferencias de trabajadores en el exterior y combatir la pobreza, entre otros logros.

Sin embargo, los beneficios de la globalización se han distribuido de manera desigual, y la respuesta de las políticas públicas ha sido insuficiente para satisfacer las necesidades de los segmentos de la población que se han visto perjudicados. Así, no sorprende que a lo largo de los últimos años se hayan venido observando diversos movimientos en contra de la globalización, entre ellos los llamados globalifóbicos a principios de este siglo, la salida del Reino Unido de la Unión Europea en 2016, y el levantamiento de barreras contra el comercio exterior y la inmigración internacional en diversos países.

El golpe más reciente a la globalización tiene una naturaleza diferente. En una primera fase, fue la pandemia y su impacto en las cadenas de suministro, la que despertó el interés por ubicar las plantas de producción, no con base en criterios de eficiencia, sino más bien de seguridad de acceso a los distintos eslabones de la cadena ante eventos como ese. Con la guerra en Ucrania, la motivación tomó un giro más político, evidenciado con claridad por la dependencia europea del petróleo ruso.

Y existe una complejidad adicional. Si bien Rusia es un jugador de gran importancia en el plano económico y político mundial, la guerra en Ucrania despertó alarmas sobre el riesgo geopolítico para los procesos productivos de los países de occidente, vinculado a países con un peso todavía mayor, y específicamente a China. La preocupación se ha acentuado ante las crecientes fricciones entre este país y Estados Unidos. Lo anterior ha llevado a la conclusión de que, para evitar la vulnerabilidad de los procesos productivos, es indispensable reubicar las cadenas de producción en el país de origen del capital (reshoring), o en países amigos (friendshoring), preferentemente cercanos desde el punto de vista geográfico (nearshoring).

Obviamente, al implicar obstáculos a la integración global, esto incide adversamente sobre los beneficios de la globalización señalados con anterioridad, ejerciendo presiones al alza sobre la inflación y a la baja sobre el crecimiento potencial. Pero también afecta la ya de por sí frágil cooperación internacional y, por tanto, la solución de problemas globales. Consideremos el cambio climático. ¿No es lógico esperar que la elevada complejidad de acuerdos en este ámbito, se acentúe considerablemente en un entorno de roces cada vez más acentuados entre los países de mayor peso en las negociaciones? Un caso similar puede hacerse respecto de otros temas como la migración, la salud, la productividad y la desigualdad globales.

Es importante aclarar que el golpe a la globalización viene de años atrás. Por ejemplo, la suma de las exportaciones e importaciones totales como proporción del PIB mundial, se estancó desde finales de la Crisis Financiera Global. Desafortunadamente, esta razón mostró un nuevo deterioro a partir de la pandemia, que solo se había revertido parcialmente hacia finales de 2021. En ausencia de un cambio importante en las condiciones actuales, el panorama para años posteriores no luce alentador.

Los costos para la economía mundial ocasionados por las más recientes tendencias contra la globalización varían de manera importante de una estimación a otra. Considerando exclusivamente los derivados de la fragmentación del comercio mundial, el Fondo Monetario Internacional los ubica en un rango de 0.2 a 7% del PIB global, dependiendo del grado de fragmentación supuesto.

Por otra parte, contra lo que opinan algunos autores, en mi opinión lo que estamos viendo es un paso atrás, pero no el fin de la globalización. Los costos de esto último serían inconmensurables. Los comentarios de Janet Yellen durante la referida visita a China apuntan en esta dirección: “Un desacoplamiento de las dos principales economías del mundo sería prácticamente imposible, en virtud de su efecto desestabilizador en la economía global. Lo que estamos buscando es diversificación, no desacoplamiento. Un manejo de la rivalidad sujeto a reglas justas”. Estos mensajes son alentadores, pero deben reflejarse pronto en acciones concretas, ya que de otra forma se puede prolongar demasiado la situación actual.

¿Mi conclusión? La globalización no está muerta ni en fase terminal, pero tiene heridas profundas, con implicaciones muy preocupantes, que van a tardar mucho tiempo en sanar.

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