Me gustan las nimiedades, me regocijan los pormenores despreciados por los grandes espíritus, tengo la costumbre de ver y complacerme en pequeñeces invisibles para los dotados con alas y ojos de águila. El ser peatón y miope por naturaleza supongo que me lo tomará a bien el profesor Finberg.
Don Luis González y González
En la Navidad de 1968, El Colegio de México puso a la venta 2 mil ejemplares de un libro que no ha dejado de deparar asombros en lectores varios que no dejan de descubrirlo, de releerlo, de comentarlo y aludir a él con la admiración y la devoción de ciertos iniciados. Se trata de la historia de un pueblo en “la meseta donde se cruzan el paralelo 20 y el meridiano 103, en los confines de Michoacán y Jalisco”, cuyos habitantes decidieron ser michoacanos: San José de Gracia. Me refiero, por supuesto, a Pueblo en vilo de don Luis González y González.
La de ese territorio es asimismo la historia de sus pobladores; de gente común a su manera y de su devenir cotidiano, hecho de sucesos elementales, en los que los acontecimientos políticos, militares y los que se consideran “históricos” no siempre han resultado determinantes, de los que acaso apenas se sabe, que sólo han transcurrido por allí incidentalmente; como el sexenio 1862-1867, por ejemplo, que “fue memorable por media docena de acontecimientos de escasa o ninguna significación nacional. Dejaron recuerdos la aurora boreal, la desaparición de la hacienda, el paso de los franceses, el maestro Jesús Gómez y el arribo de Tiburcio Torres. Otros sucesos, como la llegada y el fusilamiento de Maximiliano, las agresiones anticlericales de don Epitacio Huerta, la vida y las hazañas de Juárez, los litigios y los destierros del obispo Murguía, y en general todo lo acontecido más allá de cien kilómetros a la redonda, se ignoró aquí”.
Adivino que de forma natural, don Luis González y González concibió una forma de escribir que se corresponde con la historia que refiere: simple, sin imposturas, como el habla de los josefinos como él, con un sentido del humor sin disimulo ni rebuscamientos; el de las pláticas en San José de Gracia y sus alrededores.
De esa misma manera franca, con ese sentido del humor maliciosamente inocente, coloquial, de ranchero; con rigor contundente, don Luis González y González también rememoró algo de su biografía y de la historia reveladora de Pueblo en vilo; en otros libros se detuvo en Los días del presidente Cárdenas y en Atraídos por la Nueva España; examinó con ironía lúcida los Modales de la cultura nacional y naturalmente reflexionó acerca de El oficio de historiar, de la Invitación a la microhistoria y de la Difusión de la historia.
No sin algo de provocación, confesaba que al concebir Pueblo en vilo “se sacó mucho más de libros no históricos, aun cuando las notas de pie de página hagan pensar lo contrario. Estos apuntes reconocen la deuda con Agustín Yáñez por Al filo del agua y Las tierras flacas, con Juan José Arreola por La feria y con Juan Rulfo por El llano en llamas y Pedro Páramo”.
Recuerdo gratamente a Pepe de la Colina, Juan José Reyes, Jorge López Páez a la hora del aperitivo en el Salón Palacio, en la colonia Tabacalera, en lo que era el Distrito Federal, evocando con placer y admiración exultante sus lecturas de Pueblo en vilo.
El pasado 11 de octubre don Luis González y González hubiera sido centenario.

