Hace un par de años, en los puestos de periódicos, entre los libros de una colección que abunda en volúmenes de Edgar Wallace, S. S. van Dine, Gaston Leroux, podía hallarse La casa desolada de Dickens, Extraña confesión de Chejov, El expediente 113 de Émile Gaborian y los de un personaje creado por G. K. Chesterton que, a pesar de su persistencia, el cinematógrafo, la televisión y sus sucedáneos no han logrado banalizar: Father Brown.
Flambeau estaba en Inglaterra “y se sospechaba que trataría de disimularse en Londres, aprovechando el trastorno que por entonces causaba en aquella ciudad la celebración del Congreso Eucarístico”, refiere Chesterton en “La cruz azul”, la primera trama de El candor del Padre Brown. Valentin, jefe de la policía parisiense “y el más famoso investigador del mundo” había llegado en bote a la costa de Harwich en su busca. Entre los pasajeros que habían arribado en ese bote y se habían subido al tren en Harwich se encontraba “un sacerdote católico romano –muy bajo también, que procedía de un pueblecito de Essex”. Valentin renunció a descubrir a Flambeau en él; “el curita era la esencia misma de aquellos insulsos habitantes de la zona oriental; tenía una cara redonda y roma, como budín de Norfolk; unos ojos tan vacíos como en Mar del Norte, y traía varios paquetitos de papel de estraza que no acertaba a juntar. Sin duda, el Congreso Eucarístico había sacado de su estancamiento local a muchas criaturas semejantes, tan ciegas e ineptas como topos desenterrados”. También “llevaba una sombrilla enorme, usada ya, que a cada rato se le caía. Al parecer, no podía distinguir entre los dos extremos de su billete cuál era el de ida y cuál el de vuelta”; obviamente se trataba del Padre Brown.
En ciertas páginas de su autobiografía, Chesterton confiesa que algunas de las cualidades del Padre Brown proceden de su amigo: el Padre John O’Connor de Bradford, “que, por cierto, no tiene ninguno de los rasgos externos de mi personaje”, y que el principio de disfrazar al Padre O’Connor como el Padre Brown ocurrió al presenciar una plática del Padre O’Connor con “dos cordiales y saludables estudiantes de Cambridge” que se asombraron de los conocimientos que el sacerdote tenía de la música de Palestrina, de la arquitectura barroca o de aquello en lo que derivara la conversación, pero dudaron que un cura que vivía enclaustrado, pudiera conocer el mal que se sucede en el mundo. Chesterton estuvo cerca de la carcajada, pues sabía que “comparado con la maldad concentrada que el sacerdote conocía y contra la que había luchado toda su vida, aquellos dos caballeros de Cambridge sabían tanto del mal real como dos bebes en el mismo cochecito”.
Chesterton se sorprendió de su propia sorpresa: “que la Iglesia Católica supiera que más que yo del bien resultaba fácil de creer, pero que supiera más del mal parecía increíble”.
Reconocía que cuando le preguntaban ¿por qué abrazó la Iglesia de Roma? respondía: “‘Para librarme de mis pecados’ , pues no hay otra organización religiosa que realmente admita librar a la gente de sus pecados; está confirmado por una lógica que a muchos sorprende, según la cual, la Iglesia deduce que el pecado confesado y del que uno se arrepiente queda realmente abolido, y el pecador vuelve a empezar de nuevo como si nunca hubiera pecado”.