En “Guía para lectores de periódico, año 1939”, publicada en Pariser Tageszeitung del 1-2 de enero de 1939, Joseph Roth advertía al lector “que sepa ante todo que la mentira, espiando, ha robado a la verdad un par de notas convenientes y que la ha degradado hasta convertirla en uno de sus rasgos característicos. Ningún estilo ha de acogerse con tanta prudencia como el patético, y junto a la noticia dada en tono objetivo e indiferente, sólo merece crédito el informe teñido de ironía. Y no es que la verdad se esconda, sólo se disfraza. En una época como la nuestra, en la que se la persigue con tanto celo, puede ocurrir que ande por ahí con el hábito de la exageración. Ya no se la reconoce por lo fácil que resulta comprenderla, sino con toda certeza por la validez de su voz, hasta cuando se ve obligada a susurrar. Jamás se adentra por caminos retorcidos, aunque en ocasiones dé algún rodeo y resulta difícil de ver. Sin duda es más arduo seguirla a ella que a la mentira, que a menudo parece ser directa, tener unos modales marcadamente francos, un porte erguido y una mirada sincera como un rayo azul, conservándose sana y elástica hasta una edad avanzada y viéndose ornada con la dignidad de una cabellera de plata”.
La mentira también acecha a la historia. El gramático Asclepíades de Mirlea sostenía que “la historia puede ser verdadera o falsa o ‘como-si-fuera-verdadera’: verdadera es aquella que tiene por objeto los hechos realmente acontecidos, falsa es la que tiene por objeto ficciones o mitos, ‘como-si-fuera-verdadera’ es aquella que puede encontrarse en las comedias y en los mimos”. Carlo Ginzburg cree que “nuestro concepto de historia y el propio de los antiguos podría resumirse de este modo: para los griegos y los romanos, la verdad histórica se fundaba sobre la evidentia (el equivalente latino de enárgeia propuesto por Quintiliano); para nosotros sobre los documentos (en inglés evidence)”. En Los demonios familiares de Europa, sin embargo, Norman Cohn ha advertido tres falsificaciones y una pista falsa que se han preservado en la historia de la caza de brujas en la Edad Media, entre ellas, algunas cometidas por el barón Lamothe-Langong, que “no era historiador, sino el autor de innumerables novelas malamente históricas, con una marcada inclinación por lo siniestro, lo misterioso y lo melodramático. Provenía de Tolouse: estaba familiarizado con todos los detalles de la comarca y la ciudad en la que situaba su drama de sabbats y autos de fe. Se especializaba también en fabricar fuentes históricas espúreas, que producía en millares de páginas”.
Como Norman Cohn, en un capítulo de El hilo y las huellas. Lo verdadero, lo falso, lo ficticio, Carlo Ginzburg ha reparado en un best-seller que se imprimió por primera vez en 1903, en Rusia; Protocolos de los sabios de Sión, que “pretenden ser las actas del simposio secreto de un grupo de conspiradores judíos que planifican una infiltración de la sociedad a toda escala: la economía, la prensa, el ejército, los partidos políticos, etc. El triunfo de ese complot llevará a una monarquía judaica que dominará al mundo”. La falsificación de la historia ha contribuído a inducir una historia fehaciente, siniestramente atroz.