Hacia 1611, en el Tesoro de la Lengua Castellana o Española, considerado, se sabe, el primer diccionario de la lengua, Sebastián de Cobarruvias sostenía que “sepultura significa lo mismo que sepulcrum, tan sólo lo diferenciamos en que sepultura es qualquiera lugar donde está enterrado el cuerpo, pero sepulcro dize sepultura con adorno, como son los sepulcros de los hombres principales. El no dar sepultura al difunto se tuvo en todo tiempo y en todas las naciones por impiedad, salvo a aquellos que en pena de sus graves culpas los dejaban en los campos, para que las bestias y las aves les diesen sepultura en sus vientres”.
En el principio de Hydriotaphia: El enterramiento en urnas o breve disertación sobre las urnas sepulcrales halladas recientemente en Norfolk, traducido por Javier Marías, Sir Thomas Browne refiere, hacia 1658, que algunos fieles a Tales de Mileto, que sentenció que el agua es el origen de todas las cosas, “juzgaban lo más justo someterse al principio de la putrefacción, y concluir en una descomposición húmeda”. Sin embargo, “muchos han realizado numerosos esfuerzos para determinar el estado del alma en la desunión, pero los hombres han sido de lo más fantástico en los singulares inventos para su disolución corporal; mientras las naciones más serenas han reposado de dos maneras: la de la simple inhumación y la combustión.
“Ese enterramiento carnal o sepultura era la de fecha más antigua, los viejos ejemplos de Abraham y los patriarcas bastaban para ilustrarlo, y no tuvo competencia si pudiera ilustrarse que Adán fue enterrado cerca de Damasco (o del Monte Calvario, según alguna tradición)”. Recuerda que “la práctica de la combustión era también de una gran antigüedad”, que “hay nobles descripciones de ella en los funerales griegos de Homero, en las solemnes exequias de Patroclo y Aquiles; y, algo más antiguamente, en la guerra tebana”.
Refiere, sin embargo, que “los escitas, que juraban por el viento y la espada –es decir, por la vida y por la muerte–, estaban tan lejos de quemar sus cuerpor que rechazaban todo enterramiento y hacían sus tumbas al aire.”
No pocos ritos funerarios han propiciado formas de la escultura y la arquitectura, que a veces preservan la vanidad de ciertos personajes, de ciertas familias, más allá de la muerte. Las poblaciones convergen en los cementerios. Sin embargo, en el folleto implegable, que se repartía en el Coliseo de Roma como propaganda de La Residencia de los Dioses, entre las termas, el centro comercial, el Gauliseo, no se anunciaba un cementerio. Se trataba de un “Parque Natural”, maquinado por el arquitecto Anguloagudus, al servicio de Julio César, para imponer la “civilización romana” en el bosque con el que convive la aldea gala en la que viven Astérix y Obélix. Tampoco entre las construcciones que trastocan la Riviera, al principio de La especulación inmobiliaria de Italo Calvino, hay un cementerio.
En el siglo XIX, Nikolai Gogol descubrió “almas muertas” que habitaban en Rusia. Hace un siglo, Hermann Broch advirtió que no sólo por las calles de Viena deambulaban sonámbulos. Quizá por eso los cementerios ya no parecen necesarios y en las ciudades ya no hay tierra tampoco para los muertos, por lo que los cementerios están destinados a desaparecer para dar lugar al progreso de concreto –y la “Llorona de la Chatarra”, como la ha nombrado Luis Miguel Aguilar, no deja de recorrerlas en busca de ¨fierro viejo que venda...”