Hay palabras que pueden adoptar formas íntimas; convertirse en un signo de identidad de una persona que las cultiva naturalmente, con fidelidad obsesiva, deparándoles una definición personal y que asimismo terminan por definirlos particularmente. Al escribir sobre Luis Ignacio Sáinz, José Antonio Lugo no duda en reparar en la palabra “erudición” y lo considera “un hombre del Renacimiento en pleno siglo XXI. Con curiosidad insaciable, se asoma, ve, aprende y luego regala a sus lectores el fruto decantado de este proceso”.
Quizá para Luis Ignacio Sáinz, la erudición importa también una forma placentera de la conversación, en la que puede departirse con vivos y muertos e ineludiblemente consigo mismo, con desconocidos que se vuelven familiares y conocidos que pueden volverse extraños; una conversación en la que parecen converger el tiempo y el espacio en circunstancias varias, que no prescinde de minucias reveladoras y que parece infinita, ascendente y descendente, como una espiral.
Naturalmente esa conversación ha devenido escritura. Su rastro reciente puede hallarse en un volumen de 411 páginas editado por El Tapiz del Unicornio: Ensayos en espiral.
Esteban García Brosseau advierte que la antología de ensayos de Luis Ignacio Sáinz “pareciera estar constituida de manera por completo aleatoria”, ya que las épocas que aborda aluden desde la Conquista de México hasta las últimas décadas del siglo XX y sostiene que “gracias a su gran erudición, Sáinz nos lleva a disfrutar y reflexionar sobre temas tan distintos entre sí como la pintura de Tamayo y de Aceves Navarro, las novelas de caballería y la conquista de la California, los enanos de la corte de los Austrias, las rivalidades entre Carlos V y Francisco I; las ‘fiestas sangrientas del Renacimiento’, la vida en México y América del Sur del pintor Juan Mauricio Rugendas, la ópera de Paul Hindemith sobre el pintor Matthias Grünewald, el amor impedido de Pelleas y Mellisande y su fortuna en el mundo de la música”.
No por azar, el primero de los textos del libro, cifra algo del Renacimiento en el Salmo de David y, acaso como el I Ching, en tres monedas de Leone Leoni y en el ataque de risa que mató a Pietro Arentino. “Las bellas artes serán vehículos privilegiados para mostrar los intersticios del poder político durante el Renacimiento”, sostiene Sáinz en la página 43 de su volumen, y refiere las intrigas de “financieros” que apuntalaban a ciertos pretensos reyes y aún emperadores, repara en estafadores y asesinos que también conformaron esos días que suelen evocarse en los nombres de Miguel Ángel, Leonardo da Vinci, Boticelli, Pico della Mirandola.
Placenteramente Luis Ignacio Sáinz no deja de deparar hallazgos y asombros sugerentes; recrea una geografía íntima en el tiempo y en el espacio, en la que se entrecruzan ciudades que se sospecharían distantes como Venecia y Nürnberg, “ese caldo de cultivo de la belleza emanado de la exactitud”, donde se concibió una cartografía de Temixtitan bajo la ascendencia posible de Durero, con el prisionero Johann Moritz Rugendas que, sin embargo, representó con fascinación pictórica algo del territorio americano, con el matemático de la naturaleza José María Velasco, con el nómada Rufino Tamayo, con la corte a la que, como Quevedo, anhelaba pertenecer Diego de Velázquez, con una ópera que procede de un altar en Colmar. Se trata de un libro que deriva en otras conversaciones, que incita a hablar de él, a frecuentarlo, a rememorarlo y a volver a ciertos museos, a ciertas obras, a otros tiempos bajo su influjo.