El hombre robot le dirá la buenaventura
Graham Greene, Brighton Rock, 1938
Una máquina puede despertar una fascinación peligrosa. No requiere obrar prodigios ni lograr que ciertos trabajos, ciertas necesidades esenciales, algunas costumbres, parezcan más leves. Hay máquinas que pueden inducir el asombro sólo por su mecanismo sin importar que no obren nada, que no sirvan para nada, que no deparen ninguna utilidad ni importen el sucedáneo de alguna labor. Entre ellas, no parecen los menos admirables, los ensayos de máquinas de movimiento perpetuo.
No sólo la construcción y el funcionamiento, acaso enigmáticos, de una máquina pueden producir curiosidad y asombro; también los esbozos, los planes, las ideas de esos mecanismos sugieren prodigios. En el siglo XIII, recordaba Borges en uno de los Textos cautivos en la revista El hogar, Raimundo Lulio (Ramón Llull) concibió una de esas máquinas: la máquina de pensar.
“Ignoramos y siempre ignoraremos (porque es aventurado esperar que la omnisapiente máquina lo revele)”, escribió Borges, “cómo fue incoada la máquina. Felizmente, uno de los grabados de la famosa edición maguntina (1721-1742) nos permite conjeturarlo”. Se trata de una máquina combinatoria de “tres discos, giratorios, concéntricos y manuales, hechos de madera o de metal y con sus quince o veinte cámaras cada uno”. Borges adivinaba que “durante mucho tiempo, muchos creyeron que en la paciente manipulación de esos discos estaba la segura revelación de todos los arcanos del mundo”.
En El nacimiento del mundo moderno, que cifra entre 1815 y 1830, Paul Johnson refiere que después de Waterloo, “la invención científica interesó apasionadamente a un público británico en rápido desarrollo, así como al público internacional”. Abundaron conferencias de científicos cuyos experimentos importaban un espectáculo. Entre aquellos que se acogieron a la nueva superstición, Percy Bisshe Shelley no resultaba el menos fervoroso y su esposa, Mary Wordsworth, concibió, en una noche de verano de 1816, una versión de esos tiempos, en que se empezaba a creer en una forma de lo que llaman “ciencia”, del mito de Prometeo: Frankenstein. E. T. A. Hoffmann imaginó asimismo una autómata de belleza perturbadora creada por un alquimista mercader.
Samuel Taylor Coleridge advertía que “hay dos clases de utopía; la política y la científica. Hacia 1800 admitía que la utopía científica no sería eficaz —hasta provocaría horrores— pero jugaba con la idea de que gracias a sus avances la ciencia lograría una transformación total de la existencia material de la humanidad”.
Desde la antigüedad se sabe que la creación puede revelarse contra su creador. Las máquinas parecen dominar al Homo sapiens. En las ciudades y en los caminos, no pocos obedecen a esas maquinarias que proceden de la rueda y que llaman “automóvil”, “motocicleta”, “bicicleta”. Parece que la vida, la intimidad, los deseos, el devenir de muchos están contenidos en un aparatito al que se han sometido, que determina su comportamiento uniforme al de otros y que está hecho para descomponerse para que tengan que comprar otro y que consideran “teléfono inteligente”. Juan José Arreola auguraba que la Red, el Internet, estaba destinado a convertirse en el gran basurero de la humanidad. Temo que esa combinatoria que se cree “inteligencia artificial” con su maquinaria y sus autómatas, que no dejan de cometer errores, a veces maliciosos, se convertirá en un gran cementerio de chatarra o en lo que la Llorona de la Chatarra, como la ha nombrado Luis Miguel Aguilar, busca estruendosamente como “fierro viejo que venda”.