La remembranza de lecturas puede derivar con frecuencia en evocación del placer y del tiempo y las circunstancias en que ocurrieron esos tratos librescos. En el recuerdo de ciertas lecturas convergen el ejemplar de la edición en que se leyó una novela, cuentos, poemas (edición que puede volverse querible aunque resulte rigurosamente deplorable) y los días en los que uno lo leyó, que pueden cifrar un tiempo que la memoria piadosa hace creer que eran dichosos...

Cada lectura también está hecha de complicidades sucesivas; quizá la obvia es la que se establece entre el lector y el escritor; no siempre afortunada porque el lector considera que el escritor no lo merece (y muy frecuentemente tiene razón) y si el escritor supiera cómo son los lectores que se merece preferiría no reconocerse en ellos. No parece aventurado sospechar que el escritor se ha convertido asimismo en cómplice de otros escritores porque también es un lector que mantiene complicidad con otros escritores.

Como lo sabían Miguel de Cervantes y su lector “que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada”, los entrecruzamientos que puede deparar la lectura muchas veces resultan insospechados y aún inverosímiles. Hay un arquetipo falso del lector, que se entrecruza con otros arquetipos falsos: con el de la cursilería, el del estudioso, el del ratón de biblioteca, el del genio. No son pocos los lectores insólitos, asombrosos, desconcertantes, inverosímiles, sugerentes, que acaso como Quijada o Quesada, se han convertido en personajes de libros no siempre escritos.

Al recordarse desde niño, René Solís se reconoce como un lector; “siempre fui un lector, lo he sido a lo largo de mi vida y lo seguiré siendo”. Las encrucijadas en la que ha derivado como lector pueden considerarse peculiares, pero terminaron por inducirlo a convertirse en editor e inexorablemente a la escritura; a publicar un libro que, como se supo en una entrevista que mantuvo con él Cristopher Cabello en EL UNIVERSAL, acaba de publicar Tusquets: Entre libros y editores. Memorias.

Sin recelos ni afectaciones, la trama ineludiblemente personal del lector René Solís revela algo del devenir de libros, bibliotecas, ediciones, escritores, universidades, supermercados, revistas, editoriales. Sus remembranzas como lector son asimismo evocación de otros tiempos y revelan naturalmente una versión íntima de la historia mexicana reciente. Sin tratar de impostar mitologías, se detiene en la Biblioteca Benjamin Franklin, en el entonces Distrito Federal, que también evocaba ese poeta que dicen que se llamaba Juan Almela, aunque firmaba Gerardo Deniz, y la librería Zaplana en San Juan de Letrán, rememora a sus maestros Ramón Xirau y Jomi García Ascot en el Mexico City College, su tránsito en Harvard University y los mexicanos en Harvard Univertsity en los años 50, en la UNAM, en Aurrerá y la introducción de las tiendas que llaman “de autoservicio” o “supermercados” en México en los años 60...

En contra del supuesto arquetipo del lector, René Solís estudió orgullosamente administración, fue maestro en la entonces Escuela de Contaduría de la UJNAM en Ciudad Universitaria, de una materia llamada “Banca, Mercados y Crédito”, a la que le cambió el nombre por el de “Mercadotecnia”, trabajó en la incipiente Aurrerá, y sus entrecruzamientos como lector lo convencieron de vender libros de Max Frisch, Marcel Proust, William Faulkner y una antología de poesía mexicana del siglo XIX encomendada a José Emilio Pacheco en tiendas de autoservicio...

No se requiere mayor suspicacia para advertir que René Solís es un hombre vivaz, sagaz, generoso y un conversador inagotable con el que uno quisiera seguir platicando como ocurre con su libro.

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