En “Un médico rural”, uno de los textos de Franz Kafka que no han dejado de imprimirse reriteradamente, un médico debe emprender un viaje urgente, bajo una tormenta de nieve, para asistir a un enfermo grave en un pueblo a 10 millas de distancia, en el que los padres del enfermo salen apresuradamente de su casa a recibirlo seguidos de su hermana. En un cuarto con aire viciado, logra ver al enfermo: “Flaco, sin fiebre, ni frío ni caliente, los ojos apagados, sin camisa, el niño se incorpora bajo el edredón, se me cuelga del cuello, me susurra al oído: ‘Doctor: déjame morir’”.
Sospecho que había un médico mexicano que hubiera podido comprender a ese niño enfermo, que hubiera podido conjeturar que quizá no estaba enfermo, que, como el médico rural de Kafka, hubiera identificado la enfermedad que lo aquejaba, que lo hubiera inducido a convivir con su enfermedad y acaso a vivir su muerte; me refiero a Arnoldo Kraus, que murió el último sábado de agosto.
No ha sido el único médico mexicano que ha derivado en la escritura; entre los más conocidos se hallan Mariano Azuela y Elías Nandino. Como su fervor por la medicina, su escritura parece haber sucedido de un modo natural; sin jactancia ni afectación. Sus artículos periódicos en EL UNIVERSAL, sus ensayos, sus libros pueden remitir al apunte íntimo, que a veces preservan las ideas en su esencia, como “granos de polen”, según lo pretendía Novalis, como suelen ocurrir en el devenir cotidiano de cada persona. Sin afanes literarios, también recurría a los signos y las formas que se acostumbran en los apuntes personales. “Me gustan los paréntesis”, confiesa Oliva, la narradora de La vida. Un repaso, publicado por Ediciones Cal y Arena en 2023 con un paréntesis en la portada blanca. “Entre un signo y otro respiro, reflexiono. El de ahora lo abro y lo cierro a discreción. Me resguardo entre ellos para concatenar ideas: ( ). El mundo entre ( ) es inmenso. En ocasiones, cuando la duda es ingrediente del vivir, vale la pena aguardar y colocarse entre apoyos gramaticales: ¡¡¿?. Recargarse en ellos cuando el silencio no es suficiente, arropa”.
No se trata del soliloquio de un ensimismado, sino de un diálogo con su sombra, de una “conversación con los difuntos”, de comprender el devenir cotidiano, en el que no deja de converger el pasado, en el que las ideas en estado puro también se afinan como una obsesión.
Arnoldo Kraus sabía que el descubrimiento de una palabra podía importar un asombro, una felicidad, un desconcierto, una reminiscencia, un talismán, un indicio, un consuelo, una cura, una revelación. “La casa del lenguaje no es una metáfora, es embrión y es túmulo”, escribió en La vida. Un repaso. “No es una contradicción: el idioma abre y cierra todo. El lenguaje es el primer y último cuerpo, y es el primer y el último lugar de la verdad”. El descubrimiento de la palabra Fester, que se define en inglés como “to generate pus. To undergo or exist in a state of progressive deteriration.Become worse as time passes”, lo indujo a sospechar que era asimismo “un estado de ánimo”. Creía que Fester podría cifrar “un retrato nítido de hoy: en 2023 prevalecen las desdichas. Me temo —basta mirar el mundo—, que la imparable podredumbre humana en los años venideros continuará”.
Con rigor y serenidad, Arnoldo Kraus no claudicaba en la certeza de que la ética es el espejo del ser humano y advertía que “las palabras perviven, los seres humanos no. Hay quienes mueren por unas palabras, hay quienes viven por las mismas”.