A veces, todavía parece ineludible aludir a Darío, remitirse a Darío, citar a Rubén Darío que, entre otras cosas varias, también escribió un retrato en verso de Antonio Machado:

Misterioso y silencioso

iba una y otra vez.

Su mirada era tan profunda

que apenas se podía ver.

Cuando hablaba tenía un dejo

de timidez y de altivez.

y la luz de sus pensamientos

casi siempre se veía arder.

Era luninoso y profundo

como era hombre de buena fe.

No sin ironía celebratoria, en 1904, Antonio Machado, que nació en Sevilla hace 150 años, escribió un poema “Al maestro Rubén Darío”, que

De Ultramar de Sol, nos trae el oro

de su verbo divino

En 1917, sin embargo, en el prólogo a la reedición de su primer libro, Soledades, Machado recordaba que “por aquellos años, Rubén Darío, combatido hasta el escarnio por la crítica al uso, era el ídolo de una selecta minoría. Yo también admiraba al autor de Prosas profanas, al maestro incomparable de la forma y la sensación, que más tarde nos reveló la hondura de su alma en Cantos de vida y esperanza. Pero yo pretendí —y reparad que no me jacto de éxitos sino de propósitos- seguir camino más bien distinto. Pensaba yo que el elemento poético no era la palabra por su valor fónico, ni el color, ni la línea, ni un complejo de sensaciones, sino una honda palpitación del espíritu; lo que pone el alma, si es que algo pone, o lo que dice, si es que algo dice, voz propia, en respuesta animada al contacto del mundo. Y aún pensaba que el hombre puede sorprender algunas palabras de un íntimo monólogo, distinguiendo la voz viva de los ecos inertes; que puede también, mirando hacia dentro, vislumbrar las ideas cordiales, las universales del sentimiento”.

Un año antes, en un dístico de otro poema, anunciaba sentenciosamente:

Rubén Darío ha muerto en sus tierras de Oro,

esta nueva nos vino atravesando el mar.

Y se preguntaba:

Si era toda en tu verso la armonía del mundo

¿dónde fuiste, Darío, la armonía a buscar?

Entre los retratos que ensayó Juan Ramón Jiménez en Españoles de tres mundos hay uno de Rubén Darío, fechado en 1940, “tan vivo siempre, tan igual y tan distinto, siempre tan nuevo”, y otro de Antonio Machado, fechado en 1919: “Con cualquier cosa le basta a su sonrisa y con todo el sonriente bien hallado”. Juan Ramón Jiménez había descubierto en un cuadro de José Machado, su hermano, que de joven Antonio juega a las cartas con su abuela, “se pierde el naipe en la suspensa mano”.

También la historia de Antonio Machado está conformada de sucesivos retratos; uno de ellos pintado por su abuela materna, Cipriana Álvarez Durán, cuando era niño. Su hermano José creó algunos en distintos tiempos. No sólo en su poema “Retrato”; en su poesía pueden descubrirse varios más, no siempre secretos. Veinticinco años después de su muerte, Pablo Picasso concibió uno para el cartel de la exposición en su honor organizada por pintores y artistas en París.

Y a pesar de esa sucesión de retratos, que no parece terminarse, Antonio Machado, que conoció a Oscar Wilde en París, que confesaba que sus “aficiones son pasear y leer”, que creía que “la poesía es la palabra esencial del tiempo”, todavía importa también una conjetura sugerente.

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