El rastro de los diversos hombres que conformaron al hombre que no pocos conocemos como Eduardo Lizalde puede parecer inverosímil. Fue, entre otros, como lo reconocía, como su camarada José Revueltas, un “revolucionario disidente o cuando menos marxista (...) Expulsado y excomulgado de los partidos y grupos comunistas mexicanos en funciones”. Fue un ajedrecista obsesivo. Vicente Leñero convirtió en origen de una obra de teatro una de sus partidas consuetudinarias con Juan José Arreola hablando de Rulfo. Su errancia literaria lo indujo a escribir un libro peculiar: Autobiografía de un fracaso y derivó en una prosa reveladora reunida en Almanaque de cuentos y ficciones (1955-2005), una novela memoriosa: Siglo de un día, y una poesía que no dejó de crearse creando formas íntimas de la palabra a veces coloquiales como en El tigre en la casa, La zorra enferma, Tabernarios y eróticos, Otros tigres, a veces rastreando sus orígenes como en Cada cosa es Babel, a veces indagando rigurosamente en él como en Algaida. Escribió telenovelas históricas con Miguel Sabido, como La tormenta. Fue director de la Biblioteca México José Vasconcelos y esencialmente fue un melómano compulsivo.
Algo de la fascinación por la música que no dejaba de cultivar propició que se convirtiera en director de la Ópera de Bellas Artes, que hiciera programas de radio y televisión, en Opus 94, en el Canal 22 y TVUNAM, algunos de ellos con Ernesto de la Peña incitados por Ernesto Velázquez, en textos y reseñas publicados en periódicos y revistas, algunos de los cuales se reunieron en el libro La ópera hoy, la ópera ayer, la ópera siempre y en otro que confesaba que no terminaba de escribir sobre James Joyce y la música.
“James Joyce quería ser Caruso. Y sólo sus más enfermizos estudiosos saben hasta qué punto no es una figura literaria. Joyce no aspiraba simplemente a cantar bien, sino a ser el mismísimo Orfeo (cosa que consiguió con asombrosa tesitura en otros dominios). La pasión de la música y del canto, del arte vocal principalmente, lo excitó, lo abrumó, lo enfureció y lo fascinó toda su vida”, escribió Eduardo Lizalde que confesaba que cuando empezaba a ser adolescente se había propuesto ser como Titta Ruffo. Por eso, Lizalde estudió canto con Agustín Beltrán, “que impartía la cátedra en los últimos años de la década de los 40 en la Escuela Superior Nocturna de Música (calle de Academia)” y “había militado en el equipo de célebres barítonos como Girardini, y había recibido cursos en la cátedra a la que asistía Titta Ruffo en los últimos años del siglo XIX, probablemente con el maestro Lelio Casini”.
Como Joyce, como Lizalde, también Salvador Elizondo reconocía que “sin duda su vocación más intensa y también más minuciosamente cultivada en el fondo secreto de sus sueños de gloria fue la de ser cantante de ópera”. Carmen de Bizet le permitía conjuntarla con otra de sus “vocaciones frustradas”: la de torero.
Tampoco Elizondo ocultaba su devoción por Joyce. Era su lector perpetuo, escribió sobre él con naturalidad, tradujo la primera página de Finnegans Wake como una provocación, el 16 de junio celebraba Bloomsday con Guinness Stout y whiskey Bushmills en su casa en Coyoacán con la complicidad gastronómica de Paulina Lavista. Algunas veces con Eduardo Lizalde, que murió el último miércoles de mayo. Inexorablemente, la conversación devino canto.
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