El nexo política-emociones es uno de los más consistentes y paradójicamente también inadmitido. En distintos países a través del tiempo se trata de construir una narrativa en la que impera la racionalidad y la lógica con métricas, datos y estudios sobre el mundo sin márgenes ni estigmas que representa la imaginación, los sueños y la libertad.

De manera simultánea, las emociones, esos abstractos “seres” que toman el control de nuestras acciones, formalmente no se reconocen. Subyacen en el fondo de las decisiones, como un caldo de cultivo invisibilizado.

Pero las emociones son quienes toman los hilos del quehacer político en distintas dimensiones e inciden en la polarización partidista, la formación de actitudes políticas y la opinión pública.

Influyen en las percepciones y comportamientos. Se corporizan como entes ambivalentes, capaces de promover objetivos políticos mientras determinan, en gran manera, un compromiso afectivo hacia la política o marcan la renuencia hacia sus estructuras.

Es a través de las expresiones, prácticas y discursos donde los estados emocionales se reflejan en el colectivo. Es cuando se visibilizan y asumen su poder verdadero. Es cuando logran interconectarse con los sistemas establecidos de autoridad y control político.

Pero ¿qué son realmente las emociones? Son conjuntos de experiencias donde se suman distintos elementos como la sensación consciente, sus respuestas fisiológicas, los gestos empleados para comunicarlo y todos los acontecimientos que las disparan. Son quienes activan, en gran medida, un sistema de evocación y recuerdos, donde subyace lo imperecedero.

El mundo emocional ejerce un gran atractivo para el cerebro. Representa todo que no está confinado a la realidad, permite extenderse a la exageración del discurso y apela a una libertad absoluta. La imbricación de la emoción con la política aparece en gran medida porque las decisiones suelen tomarse con la evidencia más cercana, la que está disponible en la mente y reúne un conjunto mayor de hechos y consideraciones. Entonces impera emoción sobre razón en decisiones trascendentales y nimias.

Los momentos altamente emocionales aparecen en distintos espacios de la memoria, se unen en un engrama que vincula esa experiencia con otros circuitos emocionales en distintas regiones del cerebro. Es una especie de “tatuaje”, en muchas ocasiones ambiguo, que ningún líder puede soslayar. No si necesita convencer, embelesar y generar apoyos.

Ahora, no solo las ideas, sino también el miedo, alegría, desprecio, sorpresa y asco son altamente contagiosos y propicios para generar “delirios” colectivos o decisiones falaces y absurdas. La presión social de la mayoría se impone a los buenos argumentos de una minoría, como un odioso sistema de castas o el divisionismo. La “magia” emocional es la argamasa idónea de los sistemas totalitarios.

Los sentimientos, emociones y actitudes, el mundo interno, se transmite a través del lenguaje y la cultura para ser comprendidos por los demás.

La contestación colectiva, la participación política, la legitimidad estatal e incluso el uso de los medios de comunicación suelen proyectar una emoción concreta. Entonces el mundo interno se externaliza y forma parte de un colectivo. En ese tránsito, la libertad tan loada se capta, manipula y moldea. Se vuelve aceptable o inadmisible, se trastoca, enaltece, desdibuja o rompe. Se transforma en una moneda de cambio flexible, a la orden de un sistema imperante. Por eso no se admite.

El reducto infinito de la libertad se ausenta. Las emociones compartidas de las masas, consolidan la autoridad de las élites y se emplean para legitimar las respuestas políticas. Entonces el imaginario construido con palabras se vuelve “verdad”.

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