En México, el discurso oficial es una herramienta de legitimación, persuasión y construcción simbólica del poder. Y tiñe la manera en que se habla al pueblo, se nombra la nación y se encarna el Estado.
El tono institucional y vertical, que prevaleció durante mucho tiempo, dibujó al Estado como un padre protector, con solemnidad y autoridad. En la hegemonía priista se popularizaron términos como “desarrollo”, “modernización”, “plan sexenal”. Se convocaba al pueblo como una masa homogénea, sin fisuras ni disidencias.
En ese tiempo se apelaba a los héroes patrios, a la Constitución y al progreso como destino.
Ahora, bajo el signo guinda de Morena y la Cuarta Transformación se privilegia el tono emocional y horizontal, el poder se presenta como cercano, incluso coloquial. Se habla “con el pueblo”, no “al pueblo”.
Morena emplea un lenguaje polarizante y moralizante, aparecen dicotomías como “los de arriba contra los de abajo”, “conservadores contra transformadores”.
Emerge con gran fuerza la narrativa de ruptura: se enfatiza el cambio, la regeneración, la lucha contra la corrupción. Se emplea el simbolismo popular y religioso, ese que invoca figuras como Benito Juárez, pero también se usan expresiones bíblicas, apelaciones al “mandato del pueblo” y a la “justicia social”.
Hoy, el discurso oficial es interactivo, se responde a redes sociales y se adapta a la coyuntura. Narrativo también porque cuenta una historia, construye un héroe, define un antagonista y al unísono es altamente apropiable, pues el pueblo puede repetirlo, compartirlo, resignificarlo.
Sin embargo, paradójicamente, impera la tecnocracia del mensaje e importa más el formato que el fondo, la desconfianza institucional que lleva a los públicos a leer cualquier discurso como estrategia, no como vínculo. Y al mismo tiempo se extiende la automatización en la que la IA se usa como fábrica de frases y no como interlocutor creativo.
Hoy la comunicación institucional teme a la poesía, al silencio y a la ironía. No se admiten los manifiestos narrativos o la resistencia simbólica. La palabra se teme. Es un miedo a despertar memoria, imaginación y acción.
La palabra se usa para sepultar pasiones y credos, para perpetuar la desigualdad, la no participación, para que se asuma que la sustentabilidad no existe fuera del discurso.
La cosificación de la imaginación, la robotización del discurso, la entelequia que disuelve acuerdos es la que permanece. Es la que reitera discursos ajenos, frases hechas, palabras huecas.
En ese contexto, emerge la exhortación a reencantar la palabra pública.
Hablar como quien escucha, como alguien a quien le creeríamos y admiraríamos. Decir lo que la gente necesita oír, porque requiere ser prioritaria en tus objetivos y palabras.
Necesitan resignificarse los discursos, recordar que las anécdotas son más poderosas que los adjetivos. Son las que resuenan, emocionan y cambian.
La narrativa pública implora una cercanía real, donde el nosotros es el verbo central. Faltan narrativas que confiesen heridas, porque la vulnerabilidad es un gesto de empatía genuina que humaniza.
Se necesita reconstruir a los servidores públicos en conversaciones que se decantan por el pacto y convocan a la ayuda. Se necesitan narrativas genuinas y confiables. El discurso debe resonar desde la verdad, la no linealidad, incluso la contradicción y largos silencios. Debe optarse por la palabra genuina que abraza y convence.