El resquebrajamiento del diálogo y su sustitución por simulacros es el preludio de una democracia apagada. Es el primer síntoma de que igualdad, sostenibilidad y participación se despeñan hacia el vacío.

Después de ese quiebre, sólo mora el desencanto social. Surgen descréditos y renuencias ante las acciones gubernamentales, la participación electoral se vuelve raquítica, y un rumor de descalificación se filtra en todos los ámbitos: se traduce en dolor, rabia o apatía.

Hablar sin escuchar, dictaminar sin incluir otras perspectivas, es signo de erosión social. El diálogo falso es caldo de cultivo para el autoritarismo, el fingimiento, el descaro y la mentira.

Curiosamente, muchas veces estas mascaradas no nacen de una voluntad de imposición, sino de una profunda incapacidad para dialogar. No se trata de malicia, sino de torpeza: de la falta de pericia para entablar acuerdos y para convencer sin avasallar.

En México, una de las competencias más ausentes en la esfera pública es la capacidad de dialogar. Muchos servidores públicos desconocen cómo hacerlo porque no cultivan el soliloquio. No conocen su propia voz, y por ende, tampoco la de sus públicos.

El habla pública está anclada a nuestra capacidad de conexión: al lenguaje que tejemos con quienes nos rodean y con nosotros mismos. Los diálogos más fecundos emergen de las conversaciones silentes que entablamos en la intimidad. Es en el soliloquio donde se clarifican ideas, se vislumbran metas, reconocen obstáculos y abren opciones.

Pero la prisa por mostrar resultados, cumplir métricas o “dar buena imagen” desestima esa escucha interior. Se desprecia la otredad, incluso cuando esa otra voz es la nuestra: la que nace de nuestras raíces, credos, historias y marcos referenciales.

Sin claridad interna, se vuelve difícil acercarse al otro. La empatía esencial para negociar, comprender y construir sólo puede emerger de quien ha aprendido a leerse a sí mismo.

Quien no escucha sus propios juicios, palabras, silencios y emociones, difícilmente podrá conectar o convencer. La fisura en el habla pública se traduce entonces en desconcierto, incongruencia, desencanto y acuerdos fallidos.

La atención plena, la observación sin juicio, la escucha activa y el respeto irrestricto al otro son la amalgama de los diálogos verdaderos. Y sólo a través de ellos puede sostenerse una democracia viva.

La desconexión que ahora prevalece, los actos paradójicos de nuestros servidores públicos, la desvergüenza imperante y la sarta de errores gubernamentales en sus mensajes, conferencias y manifiestos, posiblemente sean producto de un rechazo inconsciente a observar la lógica y congruencia de cuando hablamos. Tal vez sea un modo sistémico de operar sin reflexionar el potencial de cada palabra emitida, del sentido de la lengua, del respeto a la inteligencia de nuestros receptores.

Es momento de volver a honrar las palabras, analizar los mensajes, entablar comunicaciones llenas de sentido, transformación y poder. Llegó la hora de mirar a la ciudadanía y de que ésta asuma su rol protagónico en las políticas públicas. El reloj asume ya que el diálogo se vuelva íntegro y verdadero. Las parodias deben sepultarse.

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