1865 fue un año trágico para quienes luchaban contra la intervención francesa y el imperio de Maximiliano, ya que a las derrotas militares se sumaron las muertes de varios jefes importantes, entre ellos el coronel Antonio Rojas, quien cayó en un enfrentamiento cerca de Unión de Tula, Jalisco, el 28 de enero; el coronel Nicolás Romero, fusilado 18 de marzo en la Ciudad de México; el general Pueblita, cuyo verdadero nombre era Manuel García Soria y murió el 23 de junio en Uruapan, Michoacán, cercado por los franceses; el general Antonio Rosales y el coronel Antonio Molina, fallecidos el 22 de septiembre en un enfrentamiento en Álamos, Sonora.
Continuó también el avance de las fuerzas francesas por el territorio nacional y el presidente Juárez se vio obligado a refugiarse en Paso del Norte —Hoy Ciudad Juárez, Chihuahua—, acción que hizo pensar a Maximiliano que había cruzado la frontera para refugiarse en Estados Unidos, por lo que el 2 de octubre aseguró a los mexicanos que:
La causa que con tanto valor y constancia sostuvo don Benito Juárez había ya sucumbido, no sólo a la voluntad nacional, sino ante la misma ley que este caudillo invocaba en apoyo de sus títulos. Hoy hasta la bandería en que degeneró dicha causa, ha quedado abandonada por la salida de su jefe del territorio patrio.
Esto porque, aunque el Congreso le había otorgado amplios poderes para enfrentar la invasión francesa antes de disolverse, Juárez no podía ausentarse de su territorio, pues automáticamente dejaría de ser presidente de México. Maximiliano, escudándose en este supuesto, aseguró que:
De hoy en adelante la lucha sólo será entre los hombres honrados de la Nación y las gavillas de criminales y bandoleros. Cesa ya la indulgencia, que sólo aprovecharía al despotismo de las bandas, a los que incendian los pueblos, a los que roban y a los que asesinan ciudadanos pacíficos, míseros ancianos y mujeres indefensas.
Un día después, el emperador expidió un decreto que ordenaba juzgar y condenar a muerte a todo aquel que perteneciera “a bandas o reuniones armadas que no estén legalmente autorizadas, proclamen o no algún pretexto político”. Por ello, sin importar que se tratara de guerrilleros o soldados regular, todos deberían ser fusilados en las siguientes 24 horas. Solo salvarían sus vidas aquellos que estuvieran unidos a estos grupos “por la fuerza o que, sin pertenecer a la banda, se encontraban accidentalmente en ella”. Una determinación que hizo que “la prensa libre de América y Europa reconociese al imperio como atentador contra el pueblo mexicano y la civilización”, de acuerdo con el controvertido historiador y periodista Francisco Bulnes, quien consideraba además que los protagonistas de estas líneas, los generales republicanos José María Arteaga y Carlos Salazar, eran “indiscutiblemente honorables, soldados verdaderos y patriotas legítimos”.
El general de División José María Cayetano Arteaga Magallanes nació en la Ciudad de México (1827) y era hijo de un humilde militar. Tras la muerte de su padre, que ocurrió cuando José María tenía 10 años, trabajó como sastre para ayudarle a su madre, doña Apolonia Magallanes, pero en 1848 se unió a un levantamiento contra los tratados de Guadalupe y cuatro años después secundó el alzamiento que buscaba el regreso de Antonio López de Santa Anna a la presidencia, sorprendiendo a sus jefes su gran valor y capacidad.

—Usted es más digno de mi espada que yo —le dijo un día el general José López Uraga, regalándosela con admiración.
Sin embargo, años después Arteaga cambió de bando y se unió a la Revolución de Ayutla. Posteriormente fue el primer gobernador constitucional de Querétaro y peleó junto a los liberales en la Guerra de Reforma y la Intervención francesa.
Por su parte, Carlos Benito Salazar Ruiz, general de Brigada, también era hijo de un oficial y nació en Matamoros, Tamaulipas (1832). Estudió en el Colegio Militar junto a Leandro Valle y Miguel Miramón, peleó contra la invasión norteamericana y se ganó la fama de ser un soldado valiente al que le gustaba arengar a sus hombres, ya que “sabía electrizarlos con el fuego de sus ojos y el entusiasmo que brotaba de su pecho”.

Durante una batalla en Morelia, celebrada el 18 de diciembre de 1863, el general Caamaño le sugirió bajar de su caballo para no ofrecer un buen blanco a las balas enemigas. Pero “Salazar, con aquel carácter impetuoso que le conocimos, no hizo caso del consejo, y jinete en su corcel, avanzó lleno de ardor, dando a sus soldados la orden y el ejemplo del asalto”. Solo que instantes después “cayó traspasado el pecho, con una herida que lo puso en peligro de muerte”. Empero, Salazar se recuperó y durante un tiempo fue gobernador de Michoacán.
Durante la guerra contra los franceses y el segundo imperio, tras un distanciamiento atribuido al “distinto punto de vista bajo el cual apreciaban los sucesos políticos de las zonas que dominaban”, Arteaga y Salazar unieron fuerzas y el 13 de octubre llegaron a Santa Ana Amatlán, donde descansaban cuando la caballería imperialista del teniente Amado Rangel cayó sorpresivamente sobre ellos y los capturó tras una breve resistencia.
—¡Cómo! —exclamó el coronel Ramón Méndez cuando Rangel le dio la noticia—, ¿Arteaga, el general Arteaga?
—Sí, señor.
—Pero, ¿lo has visto?
—Sí, señor.
—¿Lo conoces?
Rangel respondió nuevamente que sí y le pidió:
—No fusile usted a ningún prisionero.
—Lo que debes hacer es no meterte a defender a esos caballeros —lo regañó—. Lo que debías haber hecho era fusilarlos en el momento que los cogiste prisioneros, no que todo se lo dejan a uno.
Sin embargo, Méndez le dijo a Rangel que no los mataría y marcharon a Uruapan, donde el coronel, olvidando la promesa hecha a su subordinado, “se dispuso a escribir en una hoja de papel el nombre de los prisioneros que habrían de ser fusilados”: José María Arteaga, Carlos Salazar, Jesús Díaz, Trinidad Villagómez, José Vicente Villada y José María Pérez Milicua; tachando luego de la lista a Pérez Milicua y cambiando a Villada, por Juan González.

De todos los ejecutados, solo el coronel Jesús Díaz Ruiz era michoacano. Se dedicaba a las labores del campo y había comenzado su carrera militar en la Revolución de Ayutla. Tras su muerte llevaron su cuerpo a Paracho, su pueblo natal, encontrándose en el camino a miles de vecinos que fueron a despedirlo. El teniente coronel Trinidad Villagómez, por su parte, “solía tener ingenio para contar chistes y era entre aquellos chicanates una excepción por su cortesanía y su talento”. Se dice que “en febrero de 1858, Miguel Villagómez se presentó ante el presidente Juárez para entregarle a su hijo Trinidad para que prestara sus servicios como militar en la defensa de la causa liberal”. Del capitán Juan González se cree que nació en Texcoco, Estado de México. Le decían Fray González porque fue religioso y en la Guerra de Reforma dejó el convento para pelear junto a los liberales.
Los tres, junto a sus generales, fueron fusilados en Uruapan la mañana del 21 de octubre de 1865. Todos avanzaron hacia el paredón con los ojos descubiertos y Arteaga caminaba con dificultad, algo que algunos atribuyen a una breve flaqueza y otros a las múltiples heridas que recibió durante su carrera militar.
—Apóyese —le dijo el general Salazar dándole el brazo.
Finalmente llegaron al paredón. Arteaga sonreía. Villagómez y Díaz se veían tranquilos. Fray Gonzálezrezaba. Salazar, sereno, se desabrochó la camisa y apuntó a su corazón.
—Voy a enseñar como muere un leal republicano asesinado por traidores —expresó con firmeza.
—Muero defendiendo la libertad de mi patria, no como general, sino como ciudadano —dijo a su vez Arteaga, quien horas antes le dedicó a su madre la última carta que escribió en su vida para pedirle perdón por “el largo tiempo” que contra su voluntad había seguido la carrera de las armas, asegurándole además, que no dejaba otra cosa que su nombre “sin mancha”.
Instantes después los cinco estaban muertos.

El coronel Ramón Méndez, ejecutor de Salazar y Arteaga, fue ascendido a general por Maximiliano debido a “la brillante victoria que había alcanzado sobre los enemigos declarados del orden y la civilización”, pero poco le duró el gusto, ya que año y medio después fue capturado y fusilado en Querétaro, destino que al cabo de un mes compartió su emperador.